Asesinos naturalizados

La detención de 17 personas en el Canadá, acusadas de delitos terroristas, subraya una sensación cada vez mayor en todo Occidente de temor e inevitabilidad debida al carácter local de la amenaza, pero, ¿qué sabemos en realidad de esos asesinos que viven entre nosotros?

Europa parece ser ahora el blanco primordial de los terroristas islamistas. Los atentados con bombas de Madrid en 2004, los recientes ataques de Londres y un estado de alerta intensificado en Roma y otros puntos han subrayado una sensación cada vez mayor de terror e inevitabilidad cuya raíz es el carácter autóctono de la amenaza, pero, ¿qué es lo que de verdad sabemos sobre esos asesinos que se encuentran entre nosotros?

Naturalmente, conocemos en líneas generales su fundamentalismo integral y tenemos algunas ideas imprecisas sobre Al Qaeda como red descentralizada de células en muchos países que intenta adquirir armas químicas, biológicas y tal vez nucleares. También conocemos los objetivos a largo plazo de sus dirigentes: tomar el poder en los países musulmanes y atacar a los Estados occidentales que apoyan a regímenes seculares en el mundo islámico. Por último, también sabemos que los dirigentes de esa corriente fanática son pocos, pero ahora cuentan con la simpatía de millones de musulmanes corrientes.

Siempre ha habido individuos fanáticos dispuestos a morir y matar en nombre de sus creencias, pero en la actualidad parecen mucho más peligrosos a consecuencia de los avances tecnológicos que han “democratizado” la fabricación de bombas. Al fin y al cabo, como han demostrado los atentados con bombas en Londres y Madrid, un teléfono portátil es lo único que se necesita como temporizador de una explosión –o una serie de explosiones– con mortífera eficiencia.

Nuestras libertades y fluidez social contribuyen también a la amenaza. Las personas se mueven por el mundo con poco costo y relativa facilidad. Los inmigrantes pueden establecerse en nuevas sociedades y en los Estados democráticos pueden vivir sin la menor supervisión. Nuestras libertades son sus instrumentos.

Así, pues, ¿cómo hemos de luchar con semejante enemigo amorfo?

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El Presidente George W. Bush ha demostrado una forma como no se debe hacer: su invasión y ocupación del Iraq muestra que los ataques directos a los Estados musulmanes sólo sirven para alimentar el fanatismo. Naturalmente, los países civilizados no deben abandonar su lucha contra el Islam extremista por el derramamiento de sangre en el Iraq, pero debemos reconocer que la guerra, la ocupación y la sumisión forzada al poder militar no han hecho otra cosa que causar humillación y resentimiento entre muchos musulmanes corrientes... emociones que después se encauzan hacia las redes terroristas. El Primer Ministro Tony Blair puede proclamar de viva voz que los atentados con bombas el pasado mes de julio en Londres no tienen relación con la participación de Gran Bretaña en la guerra del Iraq, pero los propios terroristas, una vez detenidos, dijeron exactamente lo contrario.

De hecho, así es como uno de los autores de los atentados de Madrid describió la preparación psicológica a la que había sido sometido: su dirigente les “enseñó DVDs que mostraban imágenes de la guerra en el Iraq, la mayoría de mujeres y niños muertos por los soldados americanos y británicos”. Tampoco hay escasez de imágenes de presos sometidos a malos tratos en la cárcel de Abu Ghraib o el campamento carcelario de la bahía de Guantánamo, que, asimismo, han hecho más para reclutar a nuevos adherentes al fanatismo islámico que sermón alguno en una mezquita radical.

Dicho en términos sencillos, las bombas arrojadas desde varios miles de metros no matan menos indiscriminadamente que las cargas explosivas colocadas en vagones de tren. Reconocerlo no es excusar el terrorismo, pero es un primer paso para entender las causas subyacentes del terrorismo y, por tanto, para su eliminación.

Sobre todo, es reconocer que las sociedades democráticas deben utilizar tácticas políticas y policiales al enfrentarse con los terroristas fanáticos. La política es necesaria por la sencilla razón de que los ejércitos ocupantes y la policía no pueden obligar a centenares de millones de musulmanes a renunciar a su hostilidad.

La acción política entraña en realidad la salida rápida del Iraq y la búsqueda de una solución para el conflicto palestino, que, a su vez, requiere el final de la ocupación de los territorios palestinos. Naturalmente, la desaparición de esos puntos conflictivos no erosionará el fanatismo de los activistas intransigentes y suicidas ni nos liberará de la avidez y del odio que resulta tan evidente entre los dirigentes de la rabia islámica, pero los privará de las masas de musulmanes simpatizantes que ven a los fanáticos como los únicos que intentan defender los valores “islámicos” y a los pueblos musulmanes oprimidos.

La labor policial es la segunda parte de cualquier estrategia eficaz. Son necesarias medidas más eficaces de infiltración en las redes terroristas, como también un conocimiento más profundo de las estructuras sociales creadas por los terroristas para bloquear su apoyo financiero. Para ello, puede ser necesario eliminar obscuros “paraísos fiscales”, intervenir las líneas telefónicas e identificar a las personas consideradas sumamente peligrosas. Las acciones policiales deben ser despiadadas, aunque para ello haya que hacer más controles y vigilancia. Precisamente para prevenir el desarrollo de un miedo sobre la seguridad colectiva necesitamos modificar el equilibrio entre seguridad y libertad.

Si bien la Unión Europea está muy rezagada respecto de los Estados Unidos en materia de armas tradicionales, su capacidad para luchar contra el terrorismo probablemente sea mayor. Por razones históricas, Europa se beneficia de una madurez política que le ha permitido evitar la concepción maniquea del mundo de Bush, que simplemente ha reforzado, en lugar de socavar, el fanatismo del enemigo. Además, por razones geográficas, Europa se beneficia también de un conocimiento mejor de los países árabes y musulmanes y de una amplia familiaridad con sus poblaciones.

Occidente puede y debe prevalecer en su lucha y en la defensa de los valores que aprecia. Puede incluso encontrar, por esa vía, una motivación nueva y urgentemente necesaria para reforzar su deshilachada unidad.

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