MADRID – 29 de julio: según la organización Global Footprint Network, esa es la fecha en la que la humanidad habrá consumido más recursos naturales de los que la Tierra podrá regenerar en todo el año 2019. El llamado Día de la Sobrecapacidad de la Tierra se ha avanzado nada menos que dos meses en los últimos veinte años, y los cálculos indican que este año llega antes que nunca. De las muchas manifestaciones del creciente impacto medioambiental del ser humano, el cambio climático es la que posee un carácter más longevo y más global. Se estima que las emisiones de carbono procedentes de los combustibles fósiles constituyen el 60% de nuestra huella ecológica.
Los países del G20 son, en diferente grado y con un diferente bagaje histórico, los principales causantes del cambio climático. Juntos, estos países emiten alrededor del 80% de los gases de efecto invernadero. China, Estados Unidos y la Unión Europea tienen el dudoso honor de copar el podio en el ranking de emisiones de CO2 (el principal gas de efecto invernadero), aunque Estados Unidos es con mucho el que más emite per cápita de los tres.
Pese a ello, en la última cumbre del G20 Estados Unidos volvió a desmarcarse del Acuerdo de París sobre el cambio climático, tratando de escudarse en que sus emisiones energéticas de CO2 cayeron entre 2005 y 2017. Dicha tendencia, claro está, vino dada por factores fundamentalmente económicos, entre los que sobresale la abundancia de gas natural a precios bajos al que tiene acceso Estados Unidos, y que ha ido desplazando el uso del carbón en la generación eléctrica. Por tanto, no es ni mucho menos un fenómeno atribuible a la Administración Trump, cuyas políticas están empujando en la dirección opuesta.
La crisis climática demuestra que las dinámicas sociales están permeando cada vez más las dinámicas naturales, y viceversa. No obstante, algunos dirigentes siguen concibiendo la política como un compartimento estanco e insisten en revolverse contra la evidencia empírica. El caso más paradigmático es tal vez el de Estados Unidos, un país que parece atrapado en una espiral de polarización, y donde prácticamente ningún tema escapa ya al partidismo. La Administración Trump rechaza los consensos científicos sobre el cambio climático, lo que se refleja en las opiniones de los votantes republicanos: el 34% de ellos creen que el cambio climático se debe primordialmente a la actividad humana, frente al 89% de demócratas.
En el terreno internacional, la ofensiva del Gobierno estadounidense contra la ciencia ha encontrado la complicidad de otros valedores de los combustibles fósiles. Por ejemplo, Arabia Saudí, Kuwait y Rusia se sumaron recientemente a Estados Unidos en su negativa a respaldar un destacado informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas. Este informe concluye que, si pretendemos limitar el calentamiento global durante este siglo a 1,5 °C sobre niveles preindustriales —escenario que persigue el Acuerdo de París—, en 2030 nuestras emisiones netas de CO2 deberán haberse reducido aproximadamente a la mitad respecto a niveles de 2010. A mediados de siglo, estas tendrán que llegar a cero. Las tendencias actuales son poco prometedoras en este sentido, ya que las emisiones energéticas globales de CO2 alcanzaron cifras récord en 2018.
Pero no todo son malas noticias. Para empezar, debe celebrarse que ningún país haya acompañado a Estados Unidos en su empeño de retirarse del Acuerdo de París. En la cumbre del G20, además, países como Francia y el Reino Unido impidieron que fuera Trump quien marcara el tono de la conversación sobre el cambio climático. Estos dos países se encuentran entre los que ya han adoptado por ley el objetivo de la neutralidad de carbono (es decir, que sus emisiones netas sean iguales a cero), en su caso para 2050. Los Estados miembros de la Unión Europea —un bloque que logró ir contracorriente al reducir sus emisiones energéticas de CO2 el pasado año— han discutido la posibilidad de hacer de ello un objetivo compartido.
Sin embargo, el consenso que se requiere en el Consejo Europeo imposibilitó que se aprobase dicha línea estratégica hace unas semanas, dadas las reticencias de Estonia, Hungría, Polonia y la República Checa. Este fracaso enturbia las perspectivas europeas ante la Cumbre sobre la Acción Climática de la ONU que tendrá lugar en septiembre, donde se abordará la necesidad de aumentar la ambición de los compromisos nacionales con el Acuerdo de París. Presentarse en Nueva York sin los deberes hechos sería una oportunidad perdida para la Unión Europea, cuya capacidad de liderazgo en materia climática debe seguir refrendándose día tras día.
En el plano sociopolítico, ganar la batalla contra el cambio climático dependerá de que esta no conlleve una batalla contra el progreso económico y la equidad. Como nos ha enseñado el movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia, no es demasiado realista esperar que quienes han de preocuparse por el fin de mes se preocupen tanto por el fin del mundo. La transición energética acarreará importantes costes y generará perdedores a corto plazo, con lo que deberemos afinar al máximo las políticas y diseñar un colchón que amortigüe sus impactos indeseados, como se ha afanado en hacer el Gobierno español mediante su nueva Estrategia de Transición Justa. Este tipo de modulaciones —que la presidenta electa de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, abrazó en su discurso ante el Parlamento Europeo— son compatibles con seguir reivindicando una idea esencial: a medio y largo plazo, la alternativa más costosa es la inacción.
Un año más, el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra nos advierte de lo mucho que estamos exigiendo a nuestro planeta y nos recuerda que algo nos será exigido a cambio. En el debate público sobre el cambio climático ya hemos empezado a dar esta realidad por asumida, aunque persistan algunas voces discordantes. El aumento de la profundidad y de la visibilidad de este debate es un motivo para el optimismo, y lo mismo puede decirse del notable abaratamiento de las energías renovables. La tarea que tenemos por delante —que entraña una transición energética sin precedentes— es ardua, y caer en el desaliento puede ser fácil. No obstante, desde un espíritu innovador, multilateralista y socialmente inclusivo aún estamos a tiempo de dar el golpe de timón que tanto necesita el planeta y, por extensión, la humanidad.
MADRID – 29 de julio: según la organización Global Footprint Network, esa es la fecha en la que la humanidad habrá consumido más recursos naturales de los que la Tierra podrá regenerar en todo el año 2019. El llamado Día de la Sobrecapacidad de la Tierra se ha avanzado nada menos que dos meses en los últimos veinte años, y los cálculos indican que este año llega antes que nunca. De las muchas manifestaciones del creciente impacto medioambiental del ser humano, el cambio climático es la que posee un carácter más longevo y más global. Se estima que las emisiones de carbono procedentes de los combustibles fósiles constituyen el 60% de nuestra huella ecológica.
Los países del G20 son, en diferente grado y con un diferente bagaje histórico, los principales causantes del cambio climático. Juntos, estos países emiten alrededor del 80% de los gases de efecto invernadero. China, Estados Unidos y la Unión Europea tienen el dudoso honor de copar el podio en el ranking de emisiones de CO2 (el principal gas de efecto invernadero), aunque Estados Unidos es con mucho el que más emite per cápita de los tres.
Pese a ello, en la última cumbre del G20 Estados Unidos volvió a desmarcarse del Acuerdo de París sobre el cambio climático, tratando de escudarse en que sus emisiones energéticas de CO2 cayeron entre 2005 y 2017. Dicha tendencia, claro está, vino dada por factores fundamentalmente económicos, entre los que sobresale la abundancia de gas natural a precios bajos al que tiene acceso Estados Unidos, y que ha ido desplazando el uso del carbón en la generación eléctrica. Por tanto, no es ni mucho menos un fenómeno atribuible a la Administración Trump, cuyas políticas están empujando en la dirección opuesta.
La crisis climática demuestra que las dinámicas sociales están permeando cada vez más las dinámicas naturales, y viceversa. No obstante, algunos dirigentes siguen concibiendo la política como un compartimento estanco e insisten en revolverse contra la evidencia empírica. El caso más paradigmático es tal vez el de Estados Unidos, un país que parece atrapado en una espiral de polarización, y donde prácticamente ningún tema escapa ya al partidismo. La Administración Trump rechaza los consensos científicos sobre el cambio climático, lo que se refleja en las opiniones de los votantes republicanos: el 34% de ellos creen que el cambio climático se debe primordialmente a la actividad humana, frente al 89% de demócratas.
En el terreno internacional, la ofensiva del Gobierno estadounidense contra la ciencia ha encontrado la complicidad de otros valedores de los combustibles fósiles. Por ejemplo, Arabia Saudí, Kuwait y Rusia se sumaron recientemente a Estados Unidos en su negativa a respaldar un destacado informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas. Este informe concluye que, si pretendemos limitar el calentamiento global durante este siglo a 1,5 °C sobre niveles preindustriales —escenario que persigue el Acuerdo de París—, en 2030 nuestras emisiones netas de CO2 deberán haberse reducido aproximadamente a la mitad respecto a niveles de 2010. A mediados de siglo, estas tendrán que llegar a cero. Las tendencias actuales son poco prometedoras en este sentido, ya que las emisiones energéticas globales de CO2 alcanzaron cifras récord en 2018.
Pero no todo son malas noticias. Para empezar, debe celebrarse que ningún país haya acompañado a Estados Unidos en su empeño de retirarse del Acuerdo de París. En la cumbre del G20, además, países como Francia y el Reino Unido impidieron que fuera Trump quien marcara el tono de la conversación sobre el cambio climático. Estos dos países se encuentran entre los que ya han adoptado por ley el objetivo de la neutralidad de carbono (es decir, que sus emisiones netas sean iguales a cero), en su caso para 2050. Los Estados miembros de la Unión Europea —un bloque que logró ir contracorriente al reducir sus emisiones energéticas de CO2 el pasado año— han discutido la posibilidad de hacer de ello un objetivo compartido.
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Sin embargo, el consenso que se requiere en el Consejo Europeo imposibilitó que se aprobase dicha línea estratégica hace unas semanas, dadas las reticencias de Estonia, Hungría, Polonia y la República Checa. Este fracaso enturbia las perspectivas europeas ante la Cumbre sobre la Acción Climática de la ONU que tendrá lugar en septiembre, donde se abordará la necesidad de aumentar la ambición de los compromisos nacionales con el Acuerdo de París. Presentarse en Nueva York sin los deberes hechos sería una oportunidad perdida para la Unión Europea, cuya capacidad de liderazgo en materia climática debe seguir refrendándose día tras día.
En el plano sociopolítico, ganar la batalla contra el cambio climático dependerá de que esta no conlleve una batalla contra el progreso económico y la equidad. Como nos ha enseñado el movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia, no es demasiado realista esperar que quienes han de preocuparse por el fin de mes se preocupen tanto por el fin del mundo. La transición energética acarreará importantes costes y generará perdedores a corto plazo, con lo que deberemos afinar al máximo las políticas y diseñar un colchón que amortigüe sus impactos indeseados, como se ha afanado en hacer el Gobierno español mediante su nueva Estrategia de Transición Justa. Este tipo de modulaciones —que la presidenta electa de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, abrazó en su discurso ante el Parlamento Europeo— son compatibles con seguir reivindicando una idea esencial: a medio y largo plazo, la alternativa más costosa es la inacción.
Un año más, el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra nos advierte de lo mucho que estamos exigiendo a nuestro planeta y nos recuerda que algo nos será exigido a cambio. En el debate público sobre el cambio climático ya hemos empezado a dar esta realidad por asumida, aunque persistan algunas voces discordantes. El aumento de la profundidad y de la visibilidad de este debate es un motivo para el optimismo, y lo mismo puede decirse del notable abaratamiento de las energías renovables. La tarea que tenemos por delante —que entraña una transición energética sin precedentes— es ardua, y caer en el desaliento puede ser fácil. No obstante, desde un espíritu innovador, multilateralista y socialmente inclusivo aún estamos a tiempo de dar el golpe de timón que tanto necesita el planeta y, por extensión, la humanidad.