CAMBRIDGE – Dos años más tarde de lo previsto, en 2022 los países desarrollados del mundo finalmente cumplieron con su promesa de 2009 de movilizar 100.000 millones de dólares al año para respaldar los esfuerzos climáticos de los países en desarrollo. Pero hoy es hora de mirar más allá de este hito.
La transición a energías limpias representa un serio problema macroeconómico, pero lo estamos tratando como si se tratara de un problema microeconómico. Sin una corrección de rumbo, el apoyo de los países en vías de desarrollo a la descarbonización se desvanecerá.
La razón es que la mayoría de los países en vías de desarrollo están muy cerca o hasta han sobrepasado su techo de deuda externa, lo que limita su capacidad de endeudamiento adicional. El techo es bajo por las altas tasas de interés que enfrentan y por su baja capacidad exportadora -demasiado débil como para generar las divisas necesarias para servir una deuda externa mayor.
El argumento original para el financiamiento verde era sencillo: el cambio climático es generado por las emisiones acumuladas de dióxido de carbono. Los países ricos -donde vive apenas el 16% de la población mundial- son responsables de la mayor parte del CO2 liberado a la atmósfera desde la Revolución Industrial, pero solo representan hoy en día alrededor del 25% de las emisiones anuales. Para evitar una catástrofe climática, debemos alcanzar emisiones cero netas, lo que exige que el 84% restante de la población global renuncie a los beneficios del uso de combustibles fósiles. Para que este cambio sea más atractivo para ellos, los gobiernos de los países ricos se comprometieron a ofrecer a las economías en desarrollo financiación barata como un incentivo para descarbonizar.
Ahora que finalmente se ha podido cumplir con el objetivo de los 100.000 millones de dólares, ¿podemos, realmente, decir que se ha cumplido con esta promesa? La respuesta depende de cómo entendamos el costo de financiamiento. Una perspectiva microeconómica examinaría cada proyecto individualmente, evaluando sus costos y beneficios. Si los beneficios superan los costos, el proyecto crea valor.
En contraste, un abordaje macroeconómico consideraría el costo de oportunidad que enfrentan los países en desarrollo al usar su limitada capacidad de endeudamiento para reducir su huella de carbono y no para otros objetivos de desarrollo como el crecimiento económico, la educación y la atención sanitaria. Cuanto más se endeuda un país para iniciativas climáticas, menos recursos tiene para ocuparse de otras prioridades -a menos que las finanzas climáticas, de alguna manera, aumenten su capacidad de endeudamiento.
En teoría, esto es posible. Si las finanzas verdes pueden reducir el costo de la deuda o aumentar las exportaciones -es decir, si ahorran o generan divisas-, podrían aumentar la capacidad de endeudamiento de los países en desarrollo.
Sin embargo, ninguna de estas opciones está hoy sobre la mesa. Lamentablemente, el foco sigue puesto en la cantidad total de financiamiento verde comprometido y no en el valor del subsidio implícito, que es, en ausencia de un aumento de las exportaciones, lo que permitiría tolerar un mayor nivel de endeudamiento sin sobrepasar el techo de deuda. Sin esos subsidios, que la financiación privada no ofrece, los países acometen proyectos verdes a expensas de otros objetivos de desarrollo.
Los bancos multilaterales de desarrollo (BMD) ilustran esta dinámica. Si bien los BMD aumentaron su financiamiento anual total de 127.000 millones de dólares en 2015 a 250.000 millones de dólares en 2023, casi toda la capacidad crediticia adicional la dirigieron a proyectos climáticos, dejando sin atender otras necesidades esenciales de desarrollo. En consecuencia, los países en desarrollo se han visto obligados a asumir por sí solos los costos macroeconómicos de la descarbonización, a pesar de las garantías del acuerdo de París de 2015 de una distribución equitativa de la carga.
Por otro lado, si el financiamiento verde se dedicase a proyectos que aumentan las exportaciones, podría incrementar de manera relevante los techos de deuda de los países en desarrollo, haciendo que el financiamiento sea mucho más beneficioso. Después de todo, alcanzar la neutralidad de carbono (net zero) requiere no solo de la voluntad para reducir las emisiones, sino también del acceso a las herramientas necesarias para alcanzar ese objetivo. Para ello, se requiere ampliar las cadenas globales de suministro de tecnologías de energías limpias como los paneles solares, las turbinas eólicas, los vehículos eléctricos y las baterías, todos los cuales dependen de minerales críticos.
Por otra parte, dado que es mucho más costoso transportar energía verde que combustibles fósiles, es más eficiente utilizarla donde se la produce. Un esfuerzo de descarbonización global efectivo, en consecuencia, requiere reubicar las industrias de alto consumo energético en regiones donde la energía limpia es abundante y competitiva -una estrategia conocida como “powershoring”.
Para facilitar un acuerdo climático más efectivo, los países en desarrollo deben desempeñar un papel mucho más importante en los esfuerzos globales de mitigación. Existen dos maneras de lograrlo. La primera es aumentar la capacidad de estos países para producir y exportar equipamientos tecnológicos verdes y sus componentes. La segunda es desarrollar su infraestructura de energía verde, a fin de atraer a grandes empresas emisoras de CO2 a instalarse en nuevos parques industriales verdes. En conjunto, estas medidas podrían convertir a los países en desarrollo en proveedores fundamentales de la descarbonización, fomentando tanto el crecimiento económico como el desarrollo sostenible.
En el Growth Lab de la Universidad de Harvard, hemos venido estudiando las cadenas de valor de la descarbonización para identificar los productos y componentes que para cada país del mundo sean los más factibles y atractivos, dadas las capacidades existentes en cada país. Con el apoyo del gobierno de Azerbaiyán, anfitrión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP29) de este año, hemos creado un sitio web de crecimiento verde llamado Greenplexity. Junto con nuestro Atlas de Complejidad Económica, que ahora también cubre productos verdes, esta herramienta les permite a los países trazar sus propios senderos de crecimiento en una economía global en proceso de descarbonización.
Si aprovechamos las capacidades de los países en desarrollo, podemos acelerar la descarbonización global creando, al mismo tiempo, nuevas oportunidades de crecimiento para más países. Esta estrategia no sólo permitiría alcanzar más eficientemente objetivos climáticos cruciales, sino que también garantizaría que un porcentaje mayor de la población mundial se beneficie de la transición energética.
CAMBRIDGE – Dos años más tarde de lo previsto, en 2022 los países desarrollados del mundo finalmente cumplieron con su promesa de 2009 de movilizar 100.000 millones de dólares al año para respaldar los esfuerzos climáticos de los países en desarrollo. Pero hoy es hora de mirar más allá de este hito.
La transición a energías limpias representa un serio problema macroeconómico, pero lo estamos tratando como si se tratara de un problema microeconómico. Sin una corrección de rumbo, el apoyo de los países en vías de desarrollo a la descarbonización se desvanecerá.
La razón es que la mayoría de los países en vías de desarrollo están muy cerca o hasta han sobrepasado su techo de deuda externa, lo que limita su capacidad de endeudamiento adicional. El techo es bajo por las altas tasas de interés que enfrentan y por su baja capacidad exportadora -demasiado débil como para generar las divisas necesarias para servir una deuda externa mayor.
El argumento original para el financiamiento verde era sencillo: el cambio climático es generado por las emisiones acumuladas de dióxido de carbono. Los países ricos -donde vive apenas el 16% de la población mundial- son responsables de la mayor parte del CO2 liberado a la atmósfera desde la Revolución Industrial, pero solo representan hoy en día alrededor del 25% de las emisiones anuales. Para evitar una catástrofe climática, debemos alcanzar emisiones cero netas, lo que exige que el 84% restante de la población global renuncie a los beneficios del uso de combustibles fósiles. Para que este cambio sea más atractivo para ellos, los gobiernos de los países ricos se comprometieron a ofrecer a las economías en desarrollo financiación barata como un incentivo para descarbonizar.
Ahora que finalmente se ha podido cumplir con el objetivo de los 100.000 millones de dólares, ¿podemos, realmente, decir que se ha cumplido con esta promesa? La respuesta depende de cómo entendamos el costo de financiamiento. Una perspectiva microeconómica examinaría cada proyecto individualmente, evaluando sus costos y beneficios. Si los beneficios superan los costos, el proyecto crea valor.
En contraste, un abordaje macroeconómico consideraría el costo de oportunidad que enfrentan los países en desarrollo al usar su limitada capacidad de endeudamiento para reducir su huella de carbono y no para otros objetivos de desarrollo como el crecimiento económico, la educación y la atención sanitaria. Cuanto más se endeuda un país para iniciativas climáticas, menos recursos tiene para ocuparse de otras prioridades -a menos que las finanzas climáticas, de alguna manera, aumenten su capacidad de endeudamiento.
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En teoría, esto es posible. Si las finanzas verdes pueden reducir el costo de la deuda o aumentar las exportaciones -es decir, si ahorran o generan divisas-, podrían aumentar la capacidad de endeudamiento de los países en desarrollo.
Sin embargo, ninguna de estas opciones está hoy sobre la mesa. Lamentablemente, el foco sigue puesto en la cantidad total de financiamiento verde comprometido y no en el valor del subsidio implícito, que es, en ausencia de un aumento de las exportaciones, lo que permitiría tolerar un mayor nivel de endeudamiento sin sobrepasar el techo de deuda. Sin esos subsidios, que la financiación privada no ofrece, los países acometen proyectos verdes a expensas de otros objetivos de desarrollo.
Los bancos multilaterales de desarrollo (BMD) ilustran esta dinámica. Si bien los BMD aumentaron su financiamiento anual total de 127.000 millones de dólares en 2015 a 250.000 millones de dólares en 2023, casi toda la capacidad crediticia adicional la dirigieron a proyectos climáticos, dejando sin atender otras necesidades esenciales de desarrollo. En consecuencia, los países en desarrollo se han visto obligados a asumir por sí solos los costos macroeconómicos de la descarbonización, a pesar de las garantías del acuerdo de París de 2015 de una distribución equitativa de la carga.
Por otro lado, si el financiamiento verde se dedicase a proyectos que aumentan las exportaciones, podría incrementar de manera relevante los techos de deuda de los países en desarrollo, haciendo que el financiamiento sea mucho más beneficioso. Después de todo, alcanzar la neutralidad de carbono (net zero) requiere no solo de la voluntad para reducir las emisiones, sino también del acceso a las herramientas necesarias para alcanzar ese objetivo. Para ello, se requiere ampliar las cadenas globales de suministro de tecnologías de energías limpias como los paneles solares, las turbinas eólicas, los vehículos eléctricos y las baterías, todos los cuales dependen de minerales críticos.
Por otra parte, dado que es mucho más costoso transportar energía verde que combustibles fósiles, es más eficiente utilizarla donde se la produce. Un esfuerzo de descarbonización global efectivo, en consecuencia, requiere reubicar las industrias de alto consumo energético en regiones donde la energía limpia es abundante y competitiva -una estrategia conocida como “powershoring”.
Para facilitar un acuerdo climático más efectivo, los países en desarrollo deben desempeñar un papel mucho más importante en los esfuerzos globales de mitigación. Existen dos maneras de lograrlo. La primera es aumentar la capacidad de estos países para producir y exportar equipamientos tecnológicos verdes y sus componentes. La segunda es desarrollar su infraestructura de energía verde, a fin de atraer a grandes empresas emisoras de CO2 a instalarse en nuevos parques industriales verdes. En conjunto, estas medidas podrían convertir a los países en desarrollo en proveedores fundamentales de la descarbonización, fomentando tanto el crecimiento económico como el desarrollo sostenible.
En el Growth Lab de la Universidad de Harvard, hemos venido estudiando las cadenas de valor de la descarbonización para identificar los productos y componentes que para cada país del mundo sean los más factibles y atractivos, dadas las capacidades existentes en cada país. Con el apoyo del gobierno de Azerbaiyán, anfitrión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP29) de este año, hemos creado un sitio web de crecimiento verde llamado Greenplexity. Junto con nuestro Atlas de Complejidad Económica, que ahora también cubre productos verdes, esta herramienta les permite a los países trazar sus propios senderos de crecimiento en una economía global en proceso de descarbonización.
Si aprovechamos las capacidades de los países en desarrollo, podemos acelerar la descarbonización global creando, al mismo tiempo, nuevas oportunidades de crecimiento para más países. Esta estrategia no sólo permitiría alcanzar más eficientemente objetivos climáticos cruciales, sino que también garantizaría que un porcentaje mayor de la población mundial se beneficie de la transición energética.