BOSTON – La crisis de la COVID-19 ha paralizado las economías en todo el mundo. Grandes sectores manufactureros quedaron sin trabajo y las puertas de otras industrias, como la aviación y el turismo, están prácticamente cerrados. En medio de la debacle económica, hay quienes señalan un lado positivo: el aire está más limpio. Pero, si bien es cierto que la menor contaminación del aire actual mejorará temporalmente la salud de algunas personas, también lo es que el viento es mucho más calmo en el ojo del huracán.
El año pasado, aproximadamente seis millones de personas en el mundo murieron debido a la contaminación ambiental generada por la combustión de hidrocarburos. Esa contaminación probablemente genere la misma cantidad de muertes en 2020, a pesar de que el aire está más limpio gracias a los confinamientos por la COVID-19. La contaminación por la combustión de hidrocarburos causa ataques cardíacos, derrames cerebrales, cáncer de pulmón y diabetes. Los niños que respiran aire contaminado tienen más probabilidades de sufrir asma. Y el aire contaminado también puede dañar a las mujeres embarazadas y tener como consecuencia niños prematuros o por debajo del peso apropiado.
Pero podemos reducir este creciente impacto sobre nuestra salud. Cuando nuestras economías vuelvan a ponerse en marcha, una vez que pase la amenaza de la COVID-19, debemos implementar soluciones climáticas que no solo prevengan los daños que causa la contaminación del aire, sino que además tal vez prevengan la próxima pandemia.
Un estudio reciente de algunos de mis colegas en Harvard proporcionó la primera evidencia clara de que un pequeño aumento en la exposición en el largo plazo a la contaminación del aire por material particulado puede aumentar significativamente la probabilidad de que alguien muera por la COVID-19. Este efecto resultó evidente incluso después de considerar otros factores, como las enfermedades preexistentes, la situación socioeconómica y el acceso a la atención sanitaria.
Del mismo modo, otros investigadores habían mostrado anteriormente que la contaminación del aire aumenta las probabilidades de que la gente muera por el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS). Un estudio de 2003 halló que quienes vivían en zonas muy contaminadas de China tenían el doble de probabilidad de morir por el SRAS que quienes vivían en zonas con aire más limpio. Las ciudades chinas con niveles elevados o moderados de contaminación del aire tuvieron elevadas tasas de mortalidad 8,9 % y 7,5 %, respectivamente, frente al 4 % registrado en áreas con baja contaminación del aire. Investigaciones anteriores también han demostrado que la contaminación puede acelerar la difusión de las enfermedades respiratorias.
Dado esto, no sorprende que las comunidades que ya sufren contaminación ambiental —a menudo las comunidades de gente de color y los pobres— hayan sido especialmente vulnerables al coronavirus. Esta poblaciones están experimentando ahora una doble carga: una grave enfermedad como la COVID-19 y los bien conocidos peligros en el largo plazo por respirar aire contaminado.
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Todo esto profundiza las injusticias económicas y sociales existentes. La gente más pobre tiene más probabilidades de quedar desempleada durante la pandemia actual, incluso en los países más ricos, junto con más probabilidades de quedar expuesta al virus.
Los gobiernos pueden ayudar a poner fin a este círculo vicioso acelerando la acción climática, lo que incluye la adopción de energías renovables y evitar la deforestación. Al ocuparse de los factores que impulsan la aparición y difusión de las enfermedades infecciosas, esas políticas protegerán a todos, especialmente a quienes están más en riesgo.
Durante la pandemia actual, sin embargo, algunos gobiernos han actuado para rescatar industrias contaminantes y debilitar las normas sobre calidad del aire. En Estados Unidos, las autoridades federales, aduciendo la crisis de la COVID-19, suspendieron la aplicación de la normativa ambiental. Y a pesar del impacto que se prevé sobre el clima, comenzó la construcción del oleoducto Keystone XL a través de la frontera estadounidense-canadiense, mientras que el gobierno del presidente Donald Trump recientemente desandó cambios en las normas sobre la eficiencia energética de los vehículos.
De manera similar, Sudáfrica redujo sus estándares sobre contaminación del aire para las plantas eléctricas de carbón, permitiéndoles emitir el doble de dióxido de azufre que antes. Y en Brasil, la protección estatal de la selva amazónica, que ya estaba disminuyendo antes de la temporada de incendios, quedó aún más debilitada por los riesgos de la COVID-19, ya que ahora hay menos agentes en campo para asegurar su cumplimiento.
Hoy día, los gobiernos se enfocan, correctamente, en solucionar las necesidades inmediatas de sus ciudadanos, pero medida que empecemos a reconstruir después de la pandemia, debemos presionar a los responsables de las políticas para asegurarnos de que los cambios estructurales no refuercen escenarios habituales, apoyando a las industrias contaminantes. En lugar de eso, debemos mejorar la calidad del aire ampliando el uso de energías renovables, mejorando la eficiencia energética, y construyendo sistemas de transporte innovadores. Estas medidas salvarán vidas, protegerán a las comunidades contra los riesgos de pandemias y ayudarán a garantizar un clima habitable para nuestros hijos.
Como afirmó recientemente Patricia Espinosa, secretaria ejecutiva de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático, «la COVID-19 es la amenaza más urgente que enfrenta hoy la humanidad, pero no podemos olvidar que el cambio climático es la mayor amenaza que enfrenta la humanidad en el largo plazo». Tiene razón, y una de las formas más eficaces para evitar amenazas graves como la COVID-19 es ocuparnos de la crisis mundial mayor que enfrentamos.
At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
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BOSTON – La crisis de la COVID-19 ha paralizado las economías en todo el mundo. Grandes sectores manufactureros quedaron sin trabajo y las puertas de otras industrias, como la aviación y el turismo, están prácticamente cerrados. En medio de la debacle económica, hay quienes señalan un lado positivo: el aire está más limpio. Pero, si bien es cierto que la menor contaminación del aire actual mejorará temporalmente la salud de algunas personas, también lo es que el viento es mucho más calmo en el ojo del huracán.
El año pasado, aproximadamente seis millones de personas en el mundo murieron debido a la contaminación ambiental generada por la combustión de hidrocarburos. Esa contaminación probablemente genere la misma cantidad de muertes en 2020, a pesar de que el aire está más limpio gracias a los confinamientos por la COVID-19. La contaminación por la combustión de hidrocarburos causa ataques cardíacos, derrames cerebrales, cáncer de pulmón y diabetes. Los niños que respiran aire contaminado tienen más probabilidades de sufrir asma. Y el aire contaminado también puede dañar a las mujeres embarazadas y tener como consecuencia niños prematuros o por debajo del peso apropiado.
Pero podemos reducir este creciente impacto sobre nuestra salud. Cuando nuestras economías vuelvan a ponerse en marcha, una vez que pase la amenaza de la COVID-19, debemos implementar soluciones climáticas que no solo prevengan los daños que causa la contaminación del aire, sino que además tal vez prevengan la próxima pandemia.
Un estudio reciente de algunos de mis colegas en Harvard proporcionó la primera evidencia clara de que un pequeño aumento en la exposición en el largo plazo a la contaminación del aire por material particulado puede aumentar significativamente la probabilidad de que alguien muera por la COVID-19. Este efecto resultó evidente incluso después de considerar otros factores, como las enfermedades preexistentes, la situación socioeconómica y el acceso a la atención sanitaria.
Del mismo modo, otros investigadores habían mostrado anteriormente que la contaminación del aire aumenta las probabilidades de que la gente muera por el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS). Un estudio de 2003 halló que quienes vivían en zonas muy contaminadas de China tenían el doble de probabilidad de morir por el SRAS que quienes vivían en zonas con aire más limpio. Las ciudades chinas con niveles elevados o moderados de contaminación del aire tuvieron elevadas tasas de mortalidad 8,9 % y 7,5 %, respectivamente, frente al 4 % registrado en áreas con baja contaminación del aire. Investigaciones anteriores también han demostrado que la contaminación puede acelerar la difusión de las enfermedades respiratorias.
Dado esto, no sorprende que las comunidades que ya sufren contaminación ambiental —a menudo las comunidades de gente de color y los pobres— hayan sido especialmente vulnerables al coronavirus. Esta poblaciones están experimentando ahora una doble carga: una grave enfermedad como la COVID-19 y los bien conocidos peligros en el largo plazo por respirar aire contaminado.
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Los gobiernos pueden ayudar a poner fin a este círculo vicioso acelerando la acción climática, lo que incluye la adopción de energías renovables y evitar la deforestación. Al ocuparse de los factores que impulsan la aparición y difusión de las enfermedades infecciosas, esas políticas protegerán a todos, especialmente a quienes están más en riesgo.
Durante la pandemia actual, sin embargo, algunos gobiernos han actuado para rescatar industrias contaminantes y debilitar las normas sobre calidad del aire. En Estados Unidos, las autoridades federales, aduciendo la crisis de la COVID-19, suspendieron la aplicación de la normativa ambiental. Y a pesar del impacto que se prevé sobre el clima, comenzó la construcción del oleoducto Keystone XL a través de la frontera estadounidense-canadiense, mientras que el gobierno del presidente Donald Trump recientemente desandó cambios en las normas sobre la eficiencia energética de los vehículos.
De manera similar, Sudáfrica redujo sus estándares sobre contaminación del aire para las plantas eléctricas de carbón, permitiéndoles emitir el doble de dióxido de azufre que antes. Y en Brasil, la protección estatal de la selva amazónica, que ya estaba disminuyendo antes de la temporada de incendios, quedó aún más debilitada por los riesgos de la COVID-19, ya que ahora hay menos agentes en campo para asegurar su cumplimiento.
Hoy día, los gobiernos se enfocan, correctamente, en solucionar las necesidades inmediatas de sus ciudadanos, pero medida que empecemos a reconstruir después de la pandemia, debemos presionar a los responsables de las políticas para asegurarnos de que los cambios estructurales no refuercen escenarios habituales, apoyando a las industrias contaminantes. En lugar de eso, debemos mejorar la calidad del aire ampliando el uso de energías renovables, mejorando la eficiencia energética, y construyendo sistemas de transporte innovadores. Estas medidas salvarán vidas, protegerán a las comunidades contra los riesgos de pandemias y ayudarán a garantizar un clima habitable para nuestros hijos.
Como afirmó recientemente Patricia Espinosa, secretaria ejecutiva de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático, «la COVID-19 es la amenaza más urgente que enfrenta hoy la humanidad, pero no podemos olvidar que el cambio climático es la mayor amenaza que enfrenta la humanidad en el largo plazo». Tiene razón, y una de las formas más eficaces para evitar amenazas graves como la COVID-19 es ocuparnos de la crisis mundial mayor que enfrentamos.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com