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El estado de derecho necesita un alma

CAMBRIDGE – El mundo anglo-norteamericano, que en algún momento fue un faro del “estado de derecho”, se está transformando en un caos constitucional. En Estados Unidos, la administración del presidente Donald Trump está poniendo a prueba la resiliencia del sistema de controles y contrapesos hasta el punto de ruptura. En la Gran Bretaña del Brexit, mientras tanto, el debate sobre la pertenencia a la Unión Europea amenaza con desgarrar al país o, peor aún, desintegrarlo en pedazos.

Si bien Estados Unidos y el Reino Unido tienen constituciones muy diferentes –empezando por el hecho de que una es escrita y la otra no-, ambas implican una interacción sutil de leyes formales y normas y convenciones informales. Esto es porque no existe una interpretación clara del Artículo 50 del Tratado de Lisboa de la UE, que establece el proceso por el cual un estado miembro puede abandonar el bloque. De la misma manera, no existe una respuesta definitiva a la consulta de Trump, más recientemente en el drama en torno al informe Mueller, sobre si una colusión con Rusia es técnicamente ilegal. Quienes redactaron las leyes relevantes, obrando de buena fe, nunca imaginaron que surgirían casos como éste.

Pero si bien pocos anticiparon el caos constitucional actual, muchos de los problemas surgen de la consideración prevaleciente del estado de derecho en la academia legal occidental. Aunque es correcta al considerar que la existencia del estado de derecho es un triunfo, se equivoca al dar por sentada esta situación.

La arrogancia de gran parte del pensamiento liberal sobre la ley ha sido suponer que una vez que existe un régimen de estado de derecho, éste será autosuficiente casi a perpetuidad. Pero una constitución por sí misma no puede garantizar una sociedad cohesiva más de lo que un contrato de matrimonio puede garantizar una vida de amor verdadero y romance épico. Inevitablemente hay que esforzarse por lograr que el acuerdo sea feliz, pacífico, próspero y seguro. Las sociedades, al igual que las parejas, se benefician si renuevan sus votos.

Las fisuras que aparecen en el orden constitucional de ambos lados del Atlántico son prueba de errores fundamentales en nuestra teoría de las instituciones. El legalismo liberal se enorgullece de su neutralidad valorativa, y de colocar a individuos que esencialmente actúan en interés propio en el centro. Pero estas suposiciones son difíciles de reconciliar con aspectos importantes de la naturaleza humana tal como es hoy.

Es mucho más probable que las reglas cobren tracción si apelan a lo que los psicólogos llaman “la maquinaria moral”. En el esquema propuesto por el premio Nobel de Princeton Daniel Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio, esto implica apelar al pensamiento del “Sistema 1” de los seres humanos, que se basa en la emoción y el instinto, así como al “Sistema 2”, más deliberativo o lógico. Es más, al acentuar el “yo” casi enteramente a expensas del “nosotros”, la teoría liberal ignora el hecho de que los seres humanos son inherente y fundamentalmente sociales –y corre el riesgo de generar una profecía autocumplida-. De hecho, el trabajo del biólogo Joseph Henrich demuestra que la capacidad de cooperación ha sido la fuerza principal que impulsa hacia adelante el proceso evolutivo humano.

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Sin embargo, un cuerpo cada vez mayor de evidencia sugiere que sostener la cooperación humana en grandes redes es difícil. Mi propia investigación empírica ha destacado las dificultades de intentar establecer regímenes de estado de derecho en países postcoloniales o economías en transición. En las ciencias cognitivas, el psicólogo evolutivo Robin Dunbar ha dicho que el cerebro humano puede procesar de manera óptima una red social de no más de 150 personas aproximadamente.

Esto no significa que todo intento de crear estructuras de gobernanza de gran escala esté destinado al fracaso. Como sostiene Ara Norenzayan en Grandes dioses, la religión ha tenido éxito en ese sentido durante siglos. La lección, más bien, es que inclusive en contextos seculares la creación de una narrativa compartida es esencial para ayudar a respaldar a las instituciones.

Al igual que cualquier relación o amistad emocionalmente importante, esta narrativa debe mantenerse a través de actos de unidad –inclusive a través de la risa y el canto, según Dunbar-. El comportamiento pro-social generalizado es posible, pero necesita ser “evocado”, como sostiene el psicólogo de Harvard Steven Pinker, por una cultura que apele activamente a los “mejores ángeles de nuestra naturaleza”.

Los líderes políticos pueden hacer mucho para generar una sensación de unidad, como ha demostrado la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, luego de las masacres en dos mezquitas de Christchurch en marzo. Tristemente, las instituciones en Estados Unidos y el Reino Unido han ignorado la creciente decadencia de la sociedad civil, aunque quedó documentada hace casi veinte años en el libro titulado Bowling Alone del cientista político de Harvard Robert D. Putnam. Como resultado de ello, la ley ha quedado reducida a un sistema de restricciones amorales que se pueden debilitar.

Contrariamente a la famosa proclama de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher, existe en efecto algo llamado sociedad. Pero al persistir con una visión estrecha de las instituciones que está privada de contexto social, corremos el riesgo de que terminen siendo demasiado rígidas para sobrevivir. Y sin una sensación de comunidad, las constituciones pueden volverse peligrosamente frágiles –especialmente cuando los líderes populistas se apresuran a ocupar el vacío de valores avivando el sentimiento tribal.

La crítica de políticos como Trump o la encarnación del Brexit Nigel Farage plantea un grave peligro para las instituciones de larga data. Tanto Estados Unidos como el Reino Unido necesitan líderes que enfaticen una cultura de cooperación en lugar de una competencia hacia el abismo, y que fomenten activamente un credo colectivo.

Occidente necesita idealizar menos a las instituciones formales y promover más la amistad cívica. Deberíamos poner menos énfasis en lo puramente procesal y más en la gente. Al darle un alma al estado de derecho, podemos empezar el largo proceso de devolverle la salud a nuestros sistemas políticos.

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