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La clave de la justicia climática es cobrar impuestos a quienes contaminan

PARÍS – Después de evitar durante años toda mención explícita a la principal causa del cambio climático, los negociadores de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28) del año pasado en Dubái finalmente acordaron abogar por «la transición hacia la eliminación de los combustibles fósiles»; pero una pregunta incómoda sigue ocupando un lugar preponderante: ¿cómo se financiará esa transición? Como observó recientemente Simon Stiell, jefe climático de la ONU, «resulta extremadamente obvio que las finanzas son el factor decisivo en la lucha mundial contra el cambio climático».

Las finanzas climáticas serán el tema más importante tanto en la COP29 de este año en Azerbaiyán como en la COP30 de Brasil en 2025. Más allá del dinero recientemente comprometido para el nuevo fondo «para pérdidas y daños», que ayudará a los países en desarrollo a lidiar con el cambio climático, el financiamiento actual es insuficiente. Según las estimaciones de la Unión Europea debemos invertir EUR 1,5 billones (millones de millones, o USD 1,63 billones) al año a partir de 2031 para reducir a cero las emisiones netas para 2050, y se prevé que los países en desarrollo (con la excepción de China) necesitarán USD 2,4 billones al año para 2030. Tan solo Brasil tendrá que destinar USD 200 000 millones al año para cumplir sus metas de reducción de las emisiones para 2030.

No hay soluciones simples, el lento crecimiento y las condiciones monetarias restrictivas posteriores a la pandemia implican que hasta los países ricos cuentan con un margen fiscal limitado. Aunque en todos lados se necesita más capital privado, su papel será menor en los países con ingresos bajos y medios, debido a las primas significativas que enfrentan cuando solicitan créditos para proyectos verdes.

Necesitamos nuevas políticas audaces para movilizar el financiamiento público y hay buenos motivos para imponer impuestos progresivos a las actividades intensivas en carbono y la riqueza extrema. Ambos casos generarían ingresos y extenderían al mismo tiempo el principio de la «responsabilidad común, pero diferenciada» al sector empresarial y las personas.

Los impuestos son el instrumento estándar de los Estados para conseguir fondos de manera confiable y a gran escala, y poder así comprometerse a gastos y planes de inversión a largo plazo. Especialmente en el caso de los países en desarrollo, y por ser predecibles, los impuestos resultan más útiles que el financiamiento preferencial. Además, con nuevos impuestos los países pueden liberar recursos adicionales y destinarlos a inversiones relacionadas con el clima, con lo que evitarían tener que reasignar los fondos escasos de los presupuestos existentes. Con un impuesto del 0,1 % a las transacciones financieras se podrían obtener a escala mundial USD 418 000 millones al año, mientras que un gravamen relativamente modesto de USD 5 por tonelada a las emisiones de dióxido de carbono recaudaría USD 210 000 millones al año.

Desde hace mucho el Fondo Monetario Internacional defiende los impuestos a las emisiones de CO2 y a la extracción de combustibles fósiles, tanto como fuente de financiamiento climático como para incidir sobre los incentivos, garantizando que quienes contaminan paguen. La recaudación adicional por esos impuestos permitiría a los países con altos ingresos (principales emisores en términos históricos) cumplir su obligación moral con los países más pobres y vulnerables: como están las cosas, la asistencia financiera de los países ricos a los países en desarrollo debe ser un orden de magnitud mayor que el compromiso anual actual de mil millones de dólares.

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Los impuestos a la contaminación también contribuirían a compensar la desigualdad al interior de los países: incluso en las economías con menos emisiones históricas y per cápita existe una brecha significativa entre la contaminación causada por la mayor parte de la población y la de quienes más emiten. Según el economista Lucas Chancel, la «desigualdad de carbono» es mayor al interior de los países que entre ellos, y refleja las desigualdades en el ingreso y la riqueza. Esto no debiera sorprendernos, ya que en el mundo el 1 % más rico emite lo mismo que el 66 % más pobre.

El ciudadano común es consciente de esta injusticia que, de hecho, constituye una amenaza cada vez mayor a nuestra capacidad para crear y mantener el consenso político sobre las políticas climáticas eficaces. Los impuestos para garantizar que quienes están en mejor situación económica y más emiten paguen lo que les corresponde ayudarían mucho a convencer al público de que la «transición justa» es más que un eslogan vacío.

Pero aunque la teoría ofrece buenas justificaciones para ello, su adopción e implementación ha resultado difícil. El capital, la gente (especialmente los ricos) y las emisiones pueden cruzar fácilmente las fronteras, lo que socava la eficacia de los regímenes fiscales nacionales y regionales. Aunque la cooperación impositiva transfronteriza nunca es fácil, un acuerdo internacional ofrecería a los países más herramientas para actuar sobre sus propios recursos y les permitiría proteger a quienes más lo necesitan. El multilateralismo sería beneficioso para todos los países.

Hay señales alentadoras de que los impuestos están dejando de ser un tabú para los políticos: el texto que acordaron todas las partes de la COP28 solicita explícitamente «acelerar la implementación en curso de nuevas e innovadoras fuentes de financiamiento, incluidos los impuestos». Y en noviembre del año pasado los estados miembros de la ONU aprobaron una resolución para establecer la Convención Marco para la Cooperación Fiscal Internacional, que abrirá el camino a un enfoque más justo para fijar normas a escala mundial.

Actualmente el G20, liderado por Brasil, está evaluando un impuesto mundial mínimo a los 3000 milmillonarios del mundo, que actualmente pagan una tasa real mucho menor a la del resto de la población. El Observatorio Fiscal de la UE estima que con un impuesto del 2 % a su riqueza —adecuadamente coordinado— se podrían recaudar USD 250 000 millones al año.

Aprovechando ese impulso, un grupo diverso de países lanzó un nuevo grupo de trabajo internacional para asuntos fiscales (está presidido conjuntamente por los líderes de Kenia, Barbados y Francia, y su mandato es explorar políticas fiscales capaces de recaudar el equivalente, al menos, al 0,1 % del PBI mundial para financiar el desarrollo sostenible y la acción climática). La cuestión no es prescribir una única solución para todos los países, sino evaluar —aprovechando a un conjunto diverso de expertos y perspectivas— los obstáculos políticos y técnicos que enfrentan muchas de las opciones factibles.

Hay muchas opciones disponibles, como los impuestos a la aviación y el transporte, además de a la extracción de combustibles fósiles y a las transacciones financieras. El grupo de trabajo procura ayudarnos a entender mejor cómo se pueden aplicar equitativamente esos impuestos, lo que podría sentar las bases para un acuerdo sobre políticas específicas.

La justicia tributaria puede ser un poderoso multiplicador para acelerar la transición justa. Con el aporte de nueva información empírica y el fortalecimiento de la confianza y cooperación entre países, el nuevo grupo de trabajo puede ayudar a combatir las injusticias que residen en el corazón de la crisis climática, y a liberar los recursos necesarios para ello. Reducir la carga sobre la gente y los países pobres no solo constituye una obligación moral, es además un requisito para contar con su apoyo en una transición que sin ellos es imposible.

Traducción al español por Ant-Translation

https://prosyn.org/m6JTBWces