¿Regreso a la utopía?

PARÍS – Francia ha dejado de aspirar a ocupar el centro del escenario de la historia mundial, pero sigue influyendo allende sus fronteras. Desde el siglo XVIII, Francia ha sido una frecuente iniciadora de profundos cambios sociales –incluidos el papel épico desempeñado por Charles de Gaulle en la segunda guerra mundial, la descolonización en África y la rebelión estudiantil de mayo de 1968–en toda Europa. ¿Continuará esa tradición su reciente elección presidencial?

François Hollande, anodino y burocrático, prometió en su campaña ser un presidente “normal”, a diferencia del pintoresco saliente, Nicolas Sarkozy… y, en verdad, de todos sus predecesores desde que se creó la Quinta República en 1959. Así, pues, la victoria de Hollande puede ser una señal de que los países democráticos se han vuelto reacios a ser dirigidos por presidentes o primeros ministros extravagantes o carismáticos.

De hecho, en toda Europa ninguna democracia está dirigida actualmente por una personalidad fuerte o carismática. Italia sigue con un gobierno interino, pero también en ella los votantes parecen haber dado la espalda a un gobernante rococó. Europa ya no tiene un Sarkozy ni un Silvio Berlusconi, pero tampoco una Margaret Thatcher, un Helmut Kohl o un José María Aznar. En un momento de crisis económica e institucional en Europa, todos los dirigentes europeos parecen ser extraordinariamente normales.

Para muchos, la victoria de la normalidad sobre el carisma ha de ser un motivo de celebración. La democracia consiste en que ciudadanos normales elijan a hombres y mujeres normales para que los dirijan durante un período limitado conforme a unas reglas establecidas.

Pero la tendencia a la normalidad entre los dirigentes europeos coincide con una notable falta de visión y estrategia. Si alguno de esos dirigentes normales tiene una estrategia a largo plazo para Europa (¿puede alguien imaginar algo así por parte del Presidente del Consejo de la UE, Herman Van Rompuy, o de la mandamás de la política exterior de la Unión, Catherine Ashton?), son extraordinariamente incapaces para transmitirla.

En el caso de Hollande, las pocas vislumbres de una visión amplia recuerdan a la lograda socialdemocracia de Francia en el decenio de 1960: un Estado del bienestar fuerte, junto con una inversión pública abundante para reavivar el crecimiento económico e impulsar el empleo. El punto de referencia de Hollande parece ser el idilio de su juventud en la posguerra, una época de rápido crecimiento, recuperación demográfica, inmigración escasa y poca competencia mundial.

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Dicho de otro modo, Hollande intentará seducir a otros dirigentes europeos con una visión de un mundo que ha dejado de existir. La política de la nostalgia es inquietante, no sólo porque Francia y Europa afrontan gravísimas dificultades económicas, sino también porque Francia y otras democracias afrontan amenazas reales a su legitimidad.

Retrospectivamente, muy bien podría ser que se recordaran las elecciones residenciales francesas de 2012 no tanto por la victoria de Hollande y el triunfo de la normalidad cuanto por haber sido un paso decisivo en la larga marcha hacia el poder de los partidos populistas. En la primera ronda de las elecciones presidenciales francesas, la extrema izquierda, grupo heterogéneo de anticapitalistas y ecologistas radicales, obtuvo el 14 por ciento de los votos. Por la extrema derecha, el Frente Nacional de Marine Le Pen, heredero político del fascismo francés, obtuvo el 18 por ciento, el mejor resultado jamás obtenido por ese partido.

Dicho de otro modo, una tercera parte de los votantes franceses se sienten atraídos ahora por candidatos con ideologías extremas que se caracterizan, todas ellas, por un rechazo antiliberal del euro, del capitalismo y de la mundialización. Los dos lados encuentran sus raíces en un pasado idealizado: la Revolución Francesa y su promesa igualitaria en el caso de la extrema izquierda y el Imperio francés y su dominación de pueblos no blancos del mundo en el de la extrema derecha.

Además, los dos extremos son profundamente nacionalistas. Convencidos como están de que Francia debe actuar a solas, cerrarían la economía a la competencia extranjera, suprimirían los mercados financieros y devolverían a los inmigrantes a sus países de origen. La convergencia no se limita a la irracionalidad común de sus programas. Tanto la extrema izquierda como la extrema derecha encuentran su apoyo básico entre el enorme número de franceses que se sienten económicamente inseguros y políticamente desamparados: esencialmente, todos aquellos que tienen la sensación de carecer de oportunidades en una sociedad abierta.

La clase de normalidad propia de Hollande no atrae a esos votantes populistas, pero descartarlos sería una imprudencia, porque sus aspiraciones utópicas se basan en ansiedades genuinas y legítimas. La desaceleración del crecimiento y la mundialización han dividido a todas las sociedades europeas –y a los Estados Unidos– en dos nuevas clases: aquellos cuya instrucción y capital social les permiten afrontar la actual economía mundializada y aquellos que están estancados con empleos de salario bajo y con frecuencia pasajeros (y, por tanto, los más directamente afectados por la competencia de los inmigrantes legales e ilegales).

Ningún dirigente europeo medio, incluido Hollande, menciona jamás esa nueva división. De hecho, tanto Hollande como Sarkozy representaban a los adaptados a la mundialización y consideraban a los demás una reserva de votantes a los que seducir, no una nueva subclase.

Esa comprensión superficial del populismo hace que la elección presidencial francesa constituya un síntoma ominoso de la ceguera de los dirigentes de Europa. Con una fachada de normalidad no se pueden afrontar los peligros reales que amenazan los cimientos de las sociedades europeas.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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