shore1_Olena ZnakAnadolu via Getty Images_lvivbombing Olena Znak/Anadolu via Getty Images

Por un cambio de paradigma en Ucrania

VARSOVIA – El mes pasado, un misil ruso destruyó un edificio de apartamentos en el centro de Lviv. Envié un mensaje a un amigo que vive allí: ¿están todos bien? «Sí, tuvimos suerte», me respondió. «Nuestras amigas de al lado, una joven y sus tres hijas, están muertas».

Después vi las imágenes. El vecino, Yaroslav Bazilevich, con el rostro ensangrentado, observaba mientras sacaban de los escombros los cuerpos de la joven (su esposa) y sus tres hijas. Una foto del funeral que muestra a Bazilevich mirando los ataúdes abiertos debería entrar al panteón de íconos de la atrocidad, como el niñito judío con los brazos en alto en el gueto de Varsovia, la niña vietnamita desnuda que huye de su aldea tras un ataque con napalm, el cuerpo del niño sirio de dos años depositado por la marea en una playa turca.

El misil hipersónico Kinzhal que mató a la familia Bazilevich, lo mismo que el que hace dos meses alcanzó el hospital infantil Okhmatdit en Kiev, fue disparado desde el interior profundo de Rusia. Los sitios de lanzamiento no son un misterio; los ucranianos saben dónde están. El misil que mató a Evgeniya (la esposa de Yaroslav) y a sus hijas fue lanzado desde un avión MiG‑31K en la región rusa de Tula.

El avión despegó de Savasleyka, una base aérea militar a unos 300 kilómetros al este de Moscú, a unos 866 de la frontera con Ucrania y 1386 desde Lviv. En automóvil, el viaje llevaría más de 20 horas; un Kinzhal puede recorrer esa distancia en apenas siete minutos.

Pero a los ucranianos no se les permite destruir los sitios de lanzamiento usando las armas provistas por Estados Unidos; tienen que esperar que caigan los misiles. Todos saben que es absurdo, pero no es su decisión. Es la decisión del gobierno de Estados Unidos, y de hecho, es la decisión de un hombre, el presidente Joe Biden, un buen hombre con instintos morales correctos, pero un hombre que no ha podido trascender el paradigma de «evitar la escalada», cuando hace ya mucho tiempo que ese paradigma se ha vuelto perverso y mortal.

Por supuesto, liberarnos de paradigmas arraigados y ver el mundo como por primera vez es difícil, más aún cuando envejecemos. Estamos siempre apegados a la realidad anterior. La guerra y la revolución interrumpen el tiempo; lo arrojan «fuera de quicio» en palabras de Hamlet. De pronto, un estado de cosas que había prevalecido por años o por décadas deja de existir, como de un instante al otro. Pero el modo de pensar moldeado por ese estado de cosas puede persistir mucho tiempo.

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Esto se aplica especialmente al caso de Biden. En octubre de 1991, como presidente de la Comisión Judicial del Senado de los Estados Unidos, encabezó las audiencias donde se investigó la denuncia de la profesora de derecho Anita Hill contra Clarence Thomas, candidato a integrar la Corte Suprema, de haberla acosado sexualmente un decenio atrás. Los defensores de Thomas pintaron a Hill como una mujer soltera rechazada y propensa a buscar atención masculina.

El abogado texano John Doggett, amigo de Thomas y llamado a testificar en su favor, relató que cierta vez canceló una cena con Hill, y esta se mostró decepcionada. «Las fantasías de la señorita Hill sobre mi interés sexual en ella fueron un indicio del hecho de que tenía un problema con ser rechazada por hombres que la atraían», dijo Doggett a la comisión. La respuesta de Biden a los dichos de Doggett fue «eso me parece un verdadero salto de fe, o de ego».

Hace 33 años, escuchando esa audiencia por radio, entendí que Biden creía en Hill y sufría en carne propia su humillación. Se esforzó por resaltar que ella no había intentado insinuarse a Doggett. Aun así, le faltó audacia para salirse del papel asignado, para tener una mirada fresca de la situación.

Pero la tendencia a evitar posturas radicales puede tener consecuencias radicales. Aunque la sensibilidad moral de Biden era digna de respeto, su falta de audacia tuvo repercusiones terribles, porque permitió el ingreso de Thomas a la Corte. La bancarrota moral de esta Corte Suprema, de la que Thomas es un actor clave, ha dejado a los estadounidenses frente a un aspirante a dictador a quien esa Corte, en una decisión apoyada por Thomas, le ha otorgado casi total impunidad.

Lo que define la carrera de Biden no es la mala voluntad ni la insensibilidad, sino más bien la falta de audacia. De hecho, parece ser el defecto trágico de un hombre básicamente decente. En un mundo en el que psicópatas narcisistas tienen un poder desmesurado sobre la marcha de los acontecimientos, Biden se destaca por la empatía. Pero la empatía no es ni puede ser suficiente.

La historia se desarrolla en una interacción entre las condiciones estructurales que nos rodean y las decisiones que tomamos. A veces, el papel de la elección individual se perfila con particular nitidez, sea para bien o para mal: Franklin D. Roosevelt y sus «experimentos audaces» para superar la Gran Depresión, o Neville Chamberlain y el apaciguamiento de Adolf Hitler en Múnich.

Otro momento similar se dio cuando el presidente ucraniano Volodímir Zelenski rechazó la oferta del gobierno de Estados Unidos de evacuarlo mientras los tanques rusos avanzaban hacia Kiev. Con los asesinos del Kremlin buscándolo en la capital, Zelenski salió de noche a las calles de la ciudad y se grabó en un video, diciendo: «El presidente está aquí. Todos estamos aquí».

De pronto todo cambió. Ucrania no caería en tres días (como había predicho Vladímir Putin) y no se reduciría a la condición de un protectorado ruso a la manera de Bielorrusia. Algo que se consideraba imposible antes del 24 de febrero de 2022, una guerra en tierra a gran escala dentro del continente europeo, de pronto se convirtió en el gran acontecimiento de principios del siglo XXI.

Y no hubo «fin de la historia». Como escribió el curador de arte ucraniano Vasil Cherepanin, «la principal tarea de Europa en estos tiempos de emergencia es desaprender el no ver para aprender a ver, para someter las narrativas centrales de su historia a profunda revisión y cambio, ya que son decisivas para el futuro de Europa».

Este desaprender el no ver es lo que tiene que hacer Biden hoy. Ya no es joven, y no le queda mucho tiempo en el poder. Pero todavía puede (y debe) arriesgarse, cambiar el paradigma y abrazar las posibilidades (y demandas) de un nuevo momento histórico.

«El milagro que salva al mundo … de su normal y “natural” ruina», escribió Hannah Arendt, «es en última instancia el hecho de la natalidad». Por natalidad se refería no sólo al nacimiento literal de una nueva generación, sino también a los nuevos comienzos que surgen de la capacidad humana para actuar. Para Arendt, la acción posee la cualidad del nacimiento, sus consecuencias son impredecibles por naturaleza propia. Pero en Ucrania, la inacción (la negativa a permitir que el gobierno de Ucrania actúe en defensa propia) tiene la cualidad de la muerte.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/JbMqxN2es