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Alentar el trabajo es la respuesta política correcta para la IA

WASHINGTON, DC – “Nada frena una bala más que un trabajo”. Así dice el padre Gregory Boyle, un cura jesuita y fundador de Homeboy Industries, el programa de intervención y rehabilitación de pandillas más grande del mundo. En mayo, Boyle recibió la Medalla Presidencial de la Libertad, la mayor condecoración civil en Estados Unidos. Su fe en la importancia del trabajo ofrece lecciones para los responsables de las políticas económicas.

Me enteré de la existencia de Boyle hace unos 15 años, mucho antes de que se hubiera convertido en un ícono en Los Ángeles y en la comunidad de justicia social, mientras hablaba con un jesuita sobre el carisma de la orden “para ver el mundo como su monasterio”. Quedé profundamente impresionado por la respuesta de Boyle a la abrumadora violencia de pandillas con la que se topó como pastor de la parroquia católica más pobre de Los Ángeles.

En 1988, Boyle fundó Jobs for a Future (JFF) para ayudar a los integrantes de las pandillas que no podían conseguir empleo debido a sus antecedentes criminales o a sus tatuajes. Miembros de su parroquia visitaban las fábricas en los alrededores de los proyectos de vivienda locales y las alentaban a contratar a estos jóvenes. Ante la falta de empleos disponibles, JFF creó sus propias organizaciones para emplear -y rehabilitar- a los miembros de las pandillas, construyendo un centro de cuidado infantil y formando grupos que realizaban trabajos de jardinería y mantenimiento, removían grafitis y limpiaban los vecindarios.

Estos primeros esfuerzos sembraron las semillas de Homeboy Industries, que se estableció en 1992 con una panadería enfrente de la iglesia. Desde entonces, ha crecido hasta incluir casi una docena de empresas sociales, entre ellas Homegirl Café, un negocio de reciclado de productos electrónicos y una compañía de servicios de comida. Estas empresas ofrecen capacitación laboral, pero también fomentan la amistad y crean comunidades seguras.

Muchas veces se piensa en el empleo como una actividad para generar ingresos, pero la misión de Boyle es un recordatorio de que es mucho más que eso. El trabajo cultiva la virtud encaminando nuestras pasiones hacia fines productivos y reorientándonos hacia propósitos más elevados, como mantener a nuestras familias y contribuir a la sociedad. También nos da una sensación de identidad -a muchos de nosotros nos define lo que hacemos- y construye una sociedad que se caracteriza por la contribución, la dependencia y la obligación mutuas.

En una economía de mercado, cada trabajador es un experto en su pequeño rincón del negocio y puede hacer aportes creativos en consecuencia. El mejor uso del conocimiento disperso maximiza la eficiencia económica. Como decía Friedrich von Hayek, “prácticamente cada individuo tiene cierta ventaja por sobre todos los demás, porque posee una información única de la que se puede hacer un uso beneficioso, pero de la que solo se puede hacer uso si las decisiones que de ella dependen se dejan en sus manos o se toman con su cooperación activa”. 

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El trabajo también es profundamente espiritual. El papa Juan Pablo II escribió en Laborem Exercens que la gente “es llamada a trabajar”, señalando las primeras páginas del Libro del Génesis como “la fuente de la convicción de la Iglesia Católica de que el trabajo es una dimensión fundamental de la existencia humana en la tierra”. Los seres humanos son creados a imagen de Dios, continuaba diciendo, y al llevar a cabo el mandato de Dios de “someter” y “dominar” la tierra, reflejan “la misma acción del Creador del universo”.

Reflexionar sobre la importancia más amplia del trabajo nos aporta claridad sobre los recientes debates en torno a la política económica en Estados Unidos. Un aumento del salario mínimo, por ejemplo, beneficiaría a millones de trabajadores de clase media, pero también podría reducir el empleo en unos cientos de miles de puestos de trabajo. De la misma manera, expandir el crédito impositivo por ingresos del trabajo impulsaría el empleo, al mismo tiempo que les costaría a los contribuyentes norteamericanos unos miles de millones de dólares por año.

Que uno considere o no que los beneficios de estas políticas justifican los costos en gran medida depende del valor que uno le asigne a tener ligeramente más oportunidades laborales. Apreciar el significado más amplio del trabajo es crucial para emitir estos juicios.

En tanto los responsables de las políticas en Estados Unidos se preparan para la alteración generada por la inminente revolución de la inteligencia artificial, necesitan un norte. Mi sugerencia es el principio de que el trabajo es bueno y de que se debería alentar la participación en la vida económica. Esto aclararía el valor de las propuestas políticas específicas. Por ejemplo, a pesar de los miedos de que la IA cause un desempleo masivo, se debería evitar un ingreso básico universal generoso porque desalentaría el trabajo. Los responsables de las políticas también deberían evitar un modelo de “bienestar para todos” para la clase media, por razones similares.

Pero en tanto la tecnología de IA avanza, fomentar el trabajo en definitiva puede exigir algunos cambios radicales en materia de políticas. Por ejemplo, para incentivar el empleo en un mundo con máquinas extremadamente capaces, tal vez sea necesario que los subsidios a los ingresos aumenten sustancialmente y estén a disposición de los trabajadores en escalones mucho más altos de la escala salarial que en la actualidad.

El padre Boyle demostró el poder de los empleos para frenar las balas en el universo criminal de Los Ángeles. Los responsables de las políticas ahora deben usar ese poder para promover el florecimiento en masa en tanto navegan en un mundo con una incertidumbre y una alteración cada vez mayores.

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