¿Por qué existe la cultura? ¿Que es lo que mueve a las personas a escribir poemas, pintar o cantar? La mayoría de las personas que se dedican a esas actividades responderían con respuestas como: "Porque me gusta" o "porque me llena", cuando no "me siento obligado a no desperdiciar mi talento". Suelen creer que la cultura refleja la existencia de un tipo de alma o que es una expresión de la inteligencia y la creatividad humanas.
Las ciencias naturales tienen –como con tanta frecuencia ocurre– una respuesta más vulgar y que tiene que ver con la selección natural. En su fructífera obra sobre la evolución, Sobre el origen de las especies mediante la selección natural o La preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, Charles Darwin utilizó la tan citada expresión "supervivencia de los mejor dotados". A la mayoría de las personas les resulta fácil entender que ser particularmente fuerte o rápido o apto para resistir el hambre, el calor o el frío puede aumentar las posibilidades de supervivencia. También la inteligencia entra dentro de esa categoría, pero introducir a la fuerza la excelencia cultural en el grupo de características que definen a "los mejor dotados" no es tan fácil y requiere un salto propio de la fe.
En su obra posterior, Darwin introdujo otros criterios de selección que pueden ser igualmente importantes, pero a los que se ha prestado mucha menos atención: la preferencia en el apareamiento o la selección sexual. Su razón para hacerlo iba encaminada a explicar las plumas de la cola del pavo real macho, que constituyen un estorbo evidente, y la melena, aparentemente inútil, del león macho. Esas características reducirían, en lugar de intensificar, las posibilidades de supervivencia para su portador, pero, evidentemente, han prevalecido generación tras generación. Así –sostuvo Darwin–, al volver más atractivos los machos para las hembras, han de aumentar las probabilidades de tener más descendencia.
Como Darwin no creía que la pura estética guiara a los pavos reales hembras y a las leonas en su elección de compañeros de apareamiento, tuvo que encontrar una razón racional para la preferencia por parte de las hembras de machos con características que constituían estorbos. El propio hecho –fue su razonamiento– de que esas características hagan la vida más difícil indica a los posibles compañeros que los individuos que pueden salir adelante bastante bien con ellos tienen una constitución genética particularmente buena y, por tanto, es probable que produzcan una descendencia fuerte. Así, pues, deben ser compañeros preferidos.
Posteriormente los biólogos evolucionistas han desarrollado aún más esa concepción. Si un individuo puede hacer cosas difíciles, no sólo cargando con las plumas de la cola del pavo real o una larga melena obscura de león, sino también cosas que requieren mucha práctica sin contribuir a la buena salud y a la supervivencia y, aun así, permanece vivo, ese individuo ha de tener unos genes particularmente buenos. Así, pues, son sexualmente atractivo.
La cultura –al menos aquella de la que nos sentimos orgullosos y no despreciamos– es sumamente elitista. Admiramos a los mejores y sólo a los mejores, conforme a cierto criterio cultural y propio de la época. Cantar canciones populares o arias de ópera en el cuarto de baño no sirve demasiado. Hay que atraer a una multitud oyente y aclamadora para formar parte de la minoría selecta.
Asimismo, el atractivo del pintor aficionado no aumenta demasiado en comparación con un Van Gogh o un Picasso. Lo mismo es aplicable a los escritores. Una autobiografía en la prensa del corazón no hace llegar a la cima. Para eso, hay que ser un premio Nobel o al menos el autor de un par de libros bien considerados. Lo fundamental es que, mientras que son muchos los llamados, pocos son los elegidos. Para llegar a la cima, hace falta no sólo talento y suerte, sino también mucha práctica, es decir, tiempo perdido desde el punto de vista de la supervivencia.
A ese respecto, el deporte es también una forma de cultura, aunque con frecuencia despreciada por quienes se dedican a carreras como la de la música clásica o la literatura seria. No cabe duda de que la mayoría de los deportes contribuyen a la buena forma física –como también otras expresiones culturales, como el ballet–, pero lo que admiramos en un jugador que puede hacer cosas extraordinarias con un balón es una técnica que resulta absolutamente inútil fuera del campo de juego y ha requerido miles de horas de práctica para adquirir la perfección.
Naturalmente, en esto sólo los mejores llegan a ser héroes locales o nacionales. Ser un entregado jugador de fútbol o baloncesto de los equipos que ocupan los últimos puestos de la clasificación supone ridículo en lugar de fama. Debe de ser difícil y requerir un esfuerzo enorme adquirir las aptitudes excepcionales que caracterizan a las superestrellas y granjean el respeto y la admiración de las sociedades.
Según ese razonamiento, lo que hace atractivo al poeta, el pintor y el cantante es la inutilidad combinada con la dificultad de su actividad. Cuanto más difícil y más fútil sea la actividad, mejor y más sexualmente atractivo será el intérprete. Naturalmente, no es necesario ser consciente de ese deseo subyacente de ser sexualmente atractivo. El mecanismo funciona igual. El poeta, el pintor y el cantante pueden pensar que hacen lo que hacen por razones más elevadas, pero los científicos saben que no es así.
Por cierto, que la ciencia también es difícil, pero, conforme a la lógica de la selección natural, para llegar a ser sexualmente atractivo el científico debe asegurarse de que los resultados de su trabajo son inútiles.
¿Por qué existe la cultura? ¿Que es lo que mueve a las personas a escribir poemas, pintar o cantar? La mayoría de las personas que se dedican a esas actividades responderían con respuestas como: "Porque me gusta" o "porque me llena", cuando no "me siento obligado a no desperdiciar mi talento". Suelen creer que la cultura refleja la existencia de un tipo de alma o que es una expresión de la inteligencia y la creatividad humanas.
Las ciencias naturales tienen –como con tanta frecuencia ocurre– una respuesta más vulgar y que tiene que ver con la selección natural. En su fructífera obra sobre la evolución, Sobre el origen de las especies mediante la selección natural o La preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, Charles Darwin utilizó la tan citada expresión "supervivencia de los mejor dotados". A la mayoría de las personas les resulta fácil entender que ser particularmente fuerte o rápido o apto para resistir el hambre, el calor o el frío puede aumentar las posibilidades de supervivencia. También la inteligencia entra dentro de esa categoría, pero introducir a la fuerza la excelencia cultural en el grupo de características que definen a "los mejor dotados" no es tan fácil y requiere un salto propio de la fe.
En su obra posterior, Darwin introdujo otros criterios de selección que pueden ser igualmente importantes, pero a los que se ha prestado mucha menos atención: la preferencia en el apareamiento o la selección sexual. Su razón para hacerlo iba encaminada a explicar las plumas de la cola del pavo real macho, que constituyen un estorbo evidente, y la melena, aparentemente inútil, del león macho. Esas características reducirían, en lugar de intensificar, las posibilidades de supervivencia para su portador, pero, evidentemente, han prevalecido generación tras generación. Así –sostuvo Darwin–, al volver más atractivos los machos para las hembras, han de aumentar las probabilidades de tener más descendencia.
Como Darwin no creía que la pura estética guiara a los pavos reales hembras y a las leonas en su elección de compañeros de apareamiento, tuvo que encontrar una razón racional para la preferencia por parte de las hembras de machos con características que constituían estorbos. El propio hecho –fue su razonamiento– de que esas características hagan la vida más difícil indica a los posibles compañeros que los individuos que pueden salir adelante bastante bien con ellos tienen una constitución genética particularmente buena y, por tanto, es probable que produzcan una descendencia fuerte. Así, pues, deben ser compañeros preferidos.
Posteriormente los biólogos evolucionistas han desarrollado aún más esa concepción. Si un individuo puede hacer cosas difíciles, no sólo cargando con las plumas de la cola del pavo real o una larga melena obscura de león, sino también cosas que requieren mucha práctica sin contribuir a la buena salud y a la supervivencia y, aun así, permanece vivo, ese individuo ha de tener unos genes particularmente buenos. Así, pues, son sexualmente atractivo.
La cultura –al menos aquella de la que nos sentimos orgullosos y no despreciamos– es sumamente elitista. Admiramos a los mejores y sólo a los mejores, conforme a cierto criterio cultural y propio de la época. Cantar canciones populares o arias de ópera en el cuarto de baño no sirve demasiado. Hay que atraer a una multitud oyente y aclamadora para formar parte de la minoría selecta.
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Asimismo, el atractivo del pintor aficionado no aumenta demasiado en comparación con un Van Gogh o un Picasso. Lo mismo es aplicable a los escritores. Una autobiografía en la prensa del corazón no hace llegar a la cima. Para eso, hay que ser un premio Nobel o al menos el autor de un par de libros bien considerados. Lo fundamental es que, mientras que son muchos los llamados, pocos son los elegidos. Para llegar a la cima, hace falta no sólo talento y suerte, sino también mucha práctica, es decir, tiempo perdido desde el punto de vista de la supervivencia.
A ese respecto, el deporte es también una forma de cultura, aunque con frecuencia despreciada por quienes se dedican a carreras como la de la música clásica o la literatura seria. No cabe duda de que la mayoría de los deportes contribuyen a la buena forma física –como también otras expresiones culturales, como el ballet–, pero lo que admiramos en un jugador que puede hacer cosas extraordinarias con un balón es una técnica que resulta absolutamente inútil fuera del campo de juego y ha requerido miles de horas de práctica para adquirir la perfección.
Naturalmente, en esto sólo los mejores llegan a ser héroes locales o nacionales. Ser un entregado jugador de fútbol o baloncesto de los equipos que ocupan los últimos puestos de la clasificación supone ridículo en lugar de fama. Debe de ser difícil y requerir un esfuerzo enorme adquirir las aptitudes excepcionales que caracterizan a las superestrellas y granjean el respeto y la admiración de las sociedades.
Según ese razonamiento, lo que hace atractivo al poeta, el pintor y el cantante es la inutilidad combinada con la dificultad de su actividad. Cuanto más difícil y más fútil sea la actividad, mejor y más sexualmente atractivo será el intérprete. Naturalmente, no es necesario ser consciente de ese deseo subyacente de ser sexualmente atractivo. El mecanismo funciona igual. El poeta, el pintor y el cantante pueden pensar que hacen lo que hacen por razones más elevadas, pero los científicos saben que no es así.
Por cierto, que la ciencia también es difícil, pero, conforme a la lógica de la selección natural, para llegar a ser sexualmente atractivo el científico debe asegurarse de que los resultados de su trabajo son inútiles.