BERKELEY – Ya pasó un año desde que Rusia, el lugar donde nací, invadió Ucrania. Llevamos 365 días despertando con noticias de misiles rusos, bombardeos, asesinatos, torturas y violaciones. Han sido 365 días de vergüenza y confusión, de no querer mirar pero necesitar saber lo que pasa, de ver a los rusos convertirse en «ruscistas», «orcos» o «putinoides». En estos 365 días, el calificativo de «rusoestadounidense», que antes no generaba complicaciones, se ha sentido como una contradicción en sus propios términos.
BERKELEY – Ya pasó un año desde que Rusia, el lugar donde nací, invadió Ucrania. Llevamos 365 días despertando con noticias de misiles rusos, bombardeos, asesinatos, torturas y violaciones. Han sido 365 días de vergüenza y confusión, de no querer mirar pero necesitar saber lo que pasa, de ver a los rusos convertirse en «ruscistas», «orcos» o «putinoides». En estos 365 días, el calificativo de «rusoestadounidense», que antes no generaba complicaciones, se ha sentido como una contradicción en sus propios términos.