PRINCETON – La crisis actual de Rusia, en particular el desplome del rublo, revela la fragilidad no sólo de la economía rusa, sino también del orden internacional vigente y de los fundamentos del pensamiento contemporáneo sobre la sostenibilidad económica y política. De hecho, la crisis de Rusia nunca debería haber ocurrido y su aislamiento cada vez mayor la priva de gran parte de su influencia en los mecanismos vigentes de gestión de los asuntos públicos mundiales.
Después de la crisis de deuda de Latinoamérica en el decenio de 1980 y la crisis financiera asiática en el periodo 1997-98 (que también afectó a Rusia), las economías en ascenso estaban decididas a encontrar la forma de evitar la repetición de esa experiencia. Determinaron tres claves para abordar los peligros de la mundialización financiera moderna: un gran margen de reservas para evitar los ataques especulativos; evitar los grandes déficits por cuenta corriente (y utilizar los superávits para acumular reservas); y una escasa deuda exterior y privada.
Además, las economías en ascenso aprovecharon las enseñanzas en materia de gestión de los asuntos públicos, al reconocer el imperativo de mejorar la transparencia y reducir la corrupción, y las autoridades de las entidades financieras dedicaron considerable atención a determinar cuáles podrían ser unos indicadores de alerta.
Antes de 2014, Rusia estaba obteniendo buenos resultados conforme a todos esos criterios. No había signos de alerta. En 2013, la deuda exterior del sector público ascendía a tan sólo un 3,8 por ciento del PIB y la deuda exterior del sector privado representaba un moderado 30,2 por ciento del PIB. En la primavera pasada, las reservas de divisas del país ascendían a unos excelentes 472.000 millones de dólares, a los que contribuía un superávit importante por cuenta corriente, y, según el Banco Central de Rusia, el total de activos extranjeros del país ascendía a 1,4 billones de dólares, superiores a sus 1,2 billones de dólares de pasivo.
Entonces, ¿qué ha fallado? Un problema puede ser el de que los activos no son fáciles de movilizar en una crisis. Como economistas del Banco de Pagos Internacionales, en particular Claudio Borio y Hyun Song Shin, han puesto de relieve recientemente, las balanzas de activos financieros con frecuencia reflejan la utilización del sector exterior como medio para crear una intermediación mayor, sistema que permite una fuga de capitales en gran escala. Eso resulta particularmente aplicable a Rusia. Dicho de otro modo, las empresas rusas utilizan el capital que recaudan en el extranjero para acumular activos, que no necesariamente repatrian.
En esas circunstancias, puede haber contratiempos, incluso para países con grandes reservas y superávits por cuenta corriente. Al fin y al cabo, las empresas pueden agotar rápidamente sus reservas, en lugar de recurrir a sus activos exteriores, si necesitan hacer pagos.
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Los economistas están familiarizados con el “trilema” de la política económica clásica: los países no pueden tener tipos de cambio fijos, cuentas de capital abiertas y una política monetaria independiente al mismo tiempo, pero también existe un equivalente del sector financiero, en el que las corrientes de capitales son incompatibles con la estabilidad del sector financiero y, cuando las cuestiones de seguridad internacional cobran relevancia, como, por ejemplo, durante la actual crisis rusa, la libre circulación de capitales crea una inestabilidad aún mayor.
Algo similar ocurrió en los años que precedieron a la primera guerra mundial. La estrecha relación diplomática entre Francia y Alemania facilitó la circulación de importantes cantidades de capitales, pero los momentos de tensión internacional, como, por ejemplo, la crisis de Marruecos en 1911, provocaron ataques especulativos que pusieron de relieve el aislamiento cada vez mayor de Alemania.
En los años de entre guerras y en particular en el decenio de 1930, cuando el orden mundial de seguridad estaba desintegrándose, los ataques especulativos pasaron a ser un instrumento para la manipulación política. En particular, la Alemania nazi abrigó la esperanza de que, al ejercer presión sobre Francia, podía inducir crisis crediticias y presupuestarias, con lo que obligaría a ese país a reducir su gasto militar.
Una de las características del orden mundial aplicado después de la segunda guerra mundial fue la interacción entre los sistemas de gestión económica y de seguridad, pues cinco potencias ocupaban los puestos permanentes en el Directorio Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional y en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que contribuyó a evitar ataques especulativos políticamente motivados y a restablecer la estabilidad monetaria y financiera mundial.
La Unión Soviética no solicitó su ingreso en el FMI, pero en el decenio de 1990 Rusia sí que lo hizo y se le concedió un puesto en el Directorio Ejecutivo. Posteriormente Rusia fue admitida en el G-8 y en el recién constituido G-20.
Pero el G-8 ha suspendido a Rusia y en la última reunión del G-20, celebrada en Brisbane, se rebajó a ese país en realidad a la condición de observador. En una palabra, se está reorganizando el orden mundial y Rusia está perdiendo su lugar en él.
La minoría política dirigente rusa había abrigado la esperanza de que apareciera un nuevo mecanismo substitutivo de la gestión económica mundial, respaldado por las más importantes economías en ascenso: el Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica. Se esperaba que los llamados BRICS impugnaran las instituciones internacionales dominadas por Occidente, en particular el FMI, y el sistema monetario centrado en el dólar y en cierta medida lo han hecho, pero hasta ahora los efectos de ese empeño han sido limitados.
Por ejemplo, se ha informado de que el gran acuerdo sobre el gas que Rusia renegoció con China el pasado mes de mayo, en condiciones que favorecieron a los chinos, incluye los precios denominados en renminbi y rublos y no en dólares, pero, con el desplome del rublo, es de suponer que se renegociarán esas disposiciones.
Asimismo, en el pasado mes de julio los BRICS concertaron un “acuerdo sobre la reserva para imprevistos” que, según se dijo, “impediría las presiones a la balanza de pagos a corto plazo, brindaría apoyo mutuo y reforzaría aún más la estabilidad financiera”, pero no es probable que Rusia pueda recurrir a esa línea de crédito de emergencia en la crisis actual.
Más recientemente, el ministro de Asuntos Exteriores de China, Wang Yi, prometió asistencia a Rusia, pero su imprecisión lingüística al hacerlo reflejaba una gran vacilación que probablemente persistirá hasta que haya concluido la crisis.
En una palabra, tanto los mecanismos de gestión dominados por Occidente como las bisoñas instituciones de los BRICS se han vuelto contra Rusia. En este momento, la única esperanza de este país es la de que la crisis desencadene una inestabilidad y un contagio tan graves, que pongan nerviosos a los inversores y a las economías en ascenso y acaben haciendo saltar por los aires los dos sistemas de gestión mundial.
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Though Donald Trump attracted more support than ever from working-class voters in the 2024 US presidential election, he has long embraced an agenda that benefits the wealthiest Americans above all. During his second term, however, Trump seems committed not just to serving America’s ultra-rich, but to letting them wield state power themselves.
The reputation of China's longest-serving premier has fared far better than that of the Maoist regime he faithfully served. Zhou's political survival skills enabled him to survive many purges, and even to steer Mao away from potential disasters, but he could not escape the Chairman's cruelty, even at the end of his life.
reflects on the complicated life and legacy of the renowned diplomat who was Mao Zedong’s dutiful lieutenant.
PRINCETON – La crisis actual de Rusia, en particular el desplome del rublo, revela la fragilidad no sólo de la economía rusa, sino también del orden internacional vigente y de los fundamentos del pensamiento contemporáneo sobre la sostenibilidad económica y política. De hecho, la crisis de Rusia nunca debería haber ocurrido y su aislamiento cada vez mayor la priva de gran parte de su influencia en los mecanismos vigentes de gestión de los asuntos públicos mundiales.
Después de la crisis de deuda de Latinoamérica en el decenio de 1980 y la crisis financiera asiática en el periodo 1997-98 (que también afectó a Rusia), las economías en ascenso estaban decididas a encontrar la forma de evitar la repetición de esa experiencia. Determinaron tres claves para abordar los peligros de la mundialización financiera moderna: un gran margen de reservas para evitar los ataques especulativos; evitar los grandes déficits por cuenta corriente (y utilizar los superávits para acumular reservas); y una escasa deuda exterior y privada.
Además, las economías en ascenso aprovecharon las enseñanzas en materia de gestión de los asuntos públicos, al reconocer el imperativo de mejorar la transparencia y reducir la corrupción, y las autoridades de las entidades financieras dedicaron considerable atención a determinar cuáles podrían ser unos indicadores de alerta.
Antes de 2014, Rusia estaba obteniendo buenos resultados conforme a todos esos criterios. No había signos de alerta. En 2013, la deuda exterior del sector público ascendía a tan sólo un 3,8 por ciento del PIB y la deuda exterior del sector privado representaba un moderado 30,2 por ciento del PIB. En la primavera pasada, las reservas de divisas del país ascendían a unos excelentes 472.000 millones de dólares, a los que contribuía un superávit importante por cuenta corriente, y, según el Banco Central de Rusia, el total de activos extranjeros del país ascendía a 1,4 billones de dólares, superiores a sus 1,2 billones de dólares de pasivo.
Entonces, ¿qué ha fallado? Un problema puede ser el de que los activos no son fáciles de movilizar en una crisis. Como economistas del Banco de Pagos Internacionales, en particular Claudio Borio y Hyun Song Shin, han puesto de relieve recientemente, las balanzas de activos financieros con frecuencia reflejan la utilización del sector exterior como medio para crear una intermediación mayor, sistema que permite una fuga de capitales en gran escala. Eso resulta particularmente aplicable a Rusia. Dicho de otro modo, las empresas rusas utilizan el capital que recaudan en el extranjero para acumular activos, que no necesariamente repatrian.
En esas circunstancias, puede haber contratiempos, incluso para países con grandes reservas y superávits por cuenta corriente. Al fin y al cabo, las empresas pueden agotar rápidamente sus reservas, en lugar de recurrir a sus activos exteriores, si necesitan hacer pagos.
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Algo similar ocurrió en los años que precedieron a la primera guerra mundial. La estrecha relación diplomática entre Francia y Alemania facilitó la circulación de importantes cantidades de capitales, pero los momentos de tensión internacional, como, por ejemplo, la crisis de Marruecos en 1911, provocaron ataques especulativos que pusieron de relieve el aislamiento cada vez mayor de Alemania.
En los años de entre guerras y en particular en el decenio de 1930, cuando el orden mundial de seguridad estaba desintegrándose, los ataques especulativos pasaron a ser un instrumento para la manipulación política. En particular, la Alemania nazi abrigó la esperanza de que, al ejercer presión sobre Francia, podía inducir crisis crediticias y presupuestarias, con lo que obligaría a ese país a reducir su gasto militar.
Una de las características del orden mundial aplicado después de la segunda guerra mundial fue la interacción entre los sistemas de gestión económica y de seguridad, pues cinco potencias ocupaban los puestos permanentes en el Directorio Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional y en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que contribuyó a evitar ataques especulativos políticamente motivados y a restablecer la estabilidad monetaria y financiera mundial.
La Unión Soviética no solicitó su ingreso en el FMI, pero en el decenio de 1990 Rusia sí que lo hizo y se le concedió un puesto en el Directorio Ejecutivo. Posteriormente Rusia fue admitida en el G-8 y en el recién constituido G-20.
Pero el G-8 ha suspendido a Rusia y en la última reunión del G-20, celebrada en Brisbane, se rebajó a ese país en realidad a la condición de observador. En una palabra, se está reorganizando el orden mundial y Rusia está perdiendo su lugar en él.
La minoría política dirigente rusa había abrigado la esperanza de que apareciera un nuevo mecanismo substitutivo de la gestión económica mundial, respaldado por las más importantes economías en ascenso: el Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica. Se esperaba que los llamados BRICS impugnaran las instituciones internacionales dominadas por Occidente, en particular el FMI, y el sistema monetario centrado en el dólar y en cierta medida lo han hecho, pero hasta ahora los efectos de ese empeño han sido limitados.
Por ejemplo, se ha informado de que el gran acuerdo sobre el gas que Rusia renegoció con China el pasado mes de mayo, en condiciones que favorecieron a los chinos, incluye los precios denominados en renminbi y rublos y no en dólares, pero, con el desplome del rublo, es de suponer que se renegociarán esas disposiciones.
Asimismo, en el pasado mes de julio los BRICS concertaron un “acuerdo sobre la reserva para imprevistos” que, según se dijo, “impediría las presiones a la balanza de pagos a corto plazo, brindaría apoyo mutuo y reforzaría aún más la estabilidad financiera”, pero no es probable que Rusia pueda recurrir a esa línea de crédito de emergencia en la crisis actual.
Más recientemente, el ministro de Asuntos Exteriores de China, Wang Yi, prometió asistencia a Rusia, pero su imprecisión lingüística al hacerlo reflejaba una gran vacilación que probablemente persistirá hasta que haya concluido la crisis.
En una palabra, tanto los mecanismos de gestión dominados por Occidente como las bisoñas instituciones de los BRICS se han vuelto contra Rusia. En este momento, la única esperanza de este país es la de que la crisis desencadene una inestabilidad y un contagio tan graves, que pongan nerviosos a los inversores y a las economías en ascenso y acaben haciendo saltar por los aires los dos sistemas de gestión mundial.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.