NUEVA YORK – Benyamin Netanyahu ha demostrado que las encuestas de opinión se equivocaron: no una vez, sino dos. En las semanas y los días inmediatamente anteriores a las elecciones de Israel, se predecía su derrota de forma generalizada. Después, en las horas posteriores a la votación, las encuestas a la salida de los colegios electorales indicaban la paridad entre su partido Likud y la Unión Sionista, de centro izquierda, encabezada por su principal rival, Yitzhak Herzog, con una ligera ventaja para el bloque de derechas. Varias horas después de que se cerraran los colegios electorales, resultó que el Likud era el gran vencedor, al conseguir treinta de los ciento veinte escaños del Knesset, frente a veinticuatro de la Unión Sionista.
A consecuencia de ello, Netanyahu no tendrá dificultad para formar un gobierno de coalición de derechas. Los hombres fuertes en el caso de que hubiera habido paridad –los pequeños partidos y listas electorales del centro del espectro político– han perdido gran parte de su capacidad de negociación.
Han sido unas elecciones decisivas en dos sentidos: el resultado ha reflejado el pronunciado giro a la derecha del electorado israelí y ha reforzado el predominio político de Netanhyahu. En época tan reciente como 2006, Ehud Olmert había ganado unas elecciones en Israel con una plataforma conciliadora, al prometer que prolongaría la retirada unilateral por parte de Ariel Sharon desde Gaza hasta la Ribera Occidental. En las elecciones de 2009, el partido Kadima, encabezado por su sucesora, Tzipi Livni, obtuvo un escaño más que el Likud, pero no pudo formar un gobierno de coalición. Netanyahu sí y a continuación ganó las elecciones de 2013. Ahora ha vuelto a vencer.
El giro a la derecha se debe a factores tanto estructurales como circunstanciales. Los partidos de derecha de Israel consiguen el apoyo de las comunidades ortodoxas y ultraortodoxas, los colonos de la Ribera Occidental y una gran parte de las comunidades sefardita y rusa. Cuando el centro izquierda ganó las elecciones en los dos últimos decenios, lo hizo por estar encabezado por un dirigente fuerte y orientado a la seguridad: Yitzhak Rabin, Ehud Barak, Sharon (después de su conversión) y el sucesor de Sharon, Olmert. Aunque Herzog y Livni, que constituyeron la Unión Sionista al fusionarse con el Partido Laborista de Herzog y el Partido Hatnuah de Livni, cuentan con varias cualidades atractivas, no se ajustan al prototipo preferido por el votante medio actual.
Esos elementos estructurales han resultado reforzados por la evolución de la situación en esa región, que ha intensificado la sensación entre los votantes israelíes de que están amenazados por numerosos enemigos: el Irán y sus ambiciones nucleares; Hezbolá y Hamás y sus misiles; el ascenso del ISIS en pleno fracaso del Estado en el Iraq, Siria y otros lugares. Sobre ese telón de fondo, es más fácil defender el status quo que propugnar una acomodación que entrañe concesiones territoriales.
La victoria de Netanyahu fue claramente un regreso personal impresionante. En las semanas inmediatamente anteriores a las elecciones, parecía que el público se había cansado de un Primer Ministro que llevaba el suficiente tiempo en el cargo para haberse dejado corromper por la arrogancia del poder y manchar por un montón de pequeños escándalos. Hizo una campaña que se basaba en su elocuencia y carisma, así como en tácticas alarmantes. Lo más importante es que giró marcadamente a la derecha y superó a sus rivales al respecto. Así, dos días antes de las elecciones, rescindió su aceptación oficial de 2009 de una solución con dos Estados y prometió que su gobierno nunca permitiría la creación de un Estado palestino.
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La formación de un gobierno de derecha tendrá profundas repercusiones en las políticas exterior e interior del país. Netanyahu ya ha destruido su relación con el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama y la relación de Israel con la Unión Europea no es mucho mejor. Un gobierno que continúe con los asentamientos en la Ribera Occidental y se niegue a negociar con los palestinos afrontará la erosión de su legitimidad internacional, boicoteos y sanciones. También resultarán afectadas las relaciones con Egipto y Jordania y las esperanzas de colaboración con el bando árabe moderado quedarán frustradas. En el frente interior, es probable que los intentos del Likud y sus aliados de derecha de manipular el sistema judicial, la prensa y otras instituciones identificadas con la “vieja minoría selecta” cobren un mayor impulso.
Netanyahu sabe lo peligroso que será ese rumbo en su país y en el extranjero, por lo que es probable que pida a Herzog que se una al gobierno como segundo socio al mando. Entonces Herzog afrontaría el mismo dilema que sus predecesores en 2009 y 2013.
Los argumentos a favor y en contra de entrar en el gobierno son muy conocidos. Hacerlo es lo más responsable, pues ofrece la oportunidad de moderar las políticas del Gobierno y reducir el peligro de un desastre y, al ocupar una cartera importante, un segundo socio al mando puede evitar la marginación y fortalecer su posición para las próximas elecciones.
Pero, como saben Livni y Barak, un segundo socio al mando acaba con más frecuencia sin poder influir de verdad en las cuestiones fundamentales y constituyendo un elemento puramente decorativo para el status quo. Además, Herzog y Livni no son libres para elegir por sí mismos. Algunos miembros del partido están deseosos de conseguir carteras ministeriales y los demás atributos de poder; pero muchos otros preferirían permanecer fuera y luchar.
Cuando Netanyahu viajó a Washington, D.C., para pronunciar su polémico discurso sobre el Irán ante el Congreso de los Estados Unidos, sus partidarios americanos lo calificaron de “churchilliano”, la solitaria y valerosa voz que advertía a un mundo complaciente sobre los peligros que representaba una fuerza del mal. Sólo podemos esperar que ahora Netanyahu sea churchilliano en un sentido más profundo, al aprovechar la posición que le ha brindado un mayor poder para adoptar las audaces decisiones necesarias a fin de sacar a su país de su apuro y su parálisis actuales.
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By choosing to side with the aggressor in the Ukraine war, President Donald Trump’s administration has effectively driven the final nail into the coffin of US global leadership. Unless Europe fills the void – first and foremost by supporting Ukraine – it faces the prospect of more chaos and conflict in the years to come.
For most of human history, economic scarcity was a constant – the condition that had to be escaped, mitigated, or rationalized. Why, then, is scarcity's opposite regarded as a problem?
asks why the absence of economic scarcity is viewed as a problem rather than a cause for celebration.
NUEVA YORK – Benyamin Netanyahu ha demostrado que las encuestas de opinión se equivocaron: no una vez, sino dos. En las semanas y los días inmediatamente anteriores a las elecciones de Israel, se predecía su derrota de forma generalizada. Después, en las horas posteriores a la votación, las encuestas a la salida de los colegios electorales indicaban la paridad entre su partido Likud y la Unión Sionista, de centro izquierda, encabezada por su principal rival, Yitzhak Herzog, con una ligera ventaja para el bloque de derechas. Varias horas después de que se cerraran los colegios electorales, resultó que el Likud era el gran vencedor, al conseguir treinta de los ciento veinte escaños del Knesset, frente a veinticuatro de la Unión Sionista.
A consecuencia de ello, Netanyahu no tendrá dificultad para formar un gobierno de coalición de derechas. Los hombres fuertes en el caso de que hubiera habido paridad –los pequeños partidos y listas electorales del centro del espectro político– han perdido gran parte de su capacidad de negociación.
Han sido unas elecciones decisivas en dos sentidos: el resultado ha reflejado el pronunciado giro a la derecha del electorado israelí y ha reforzado el predominio político de Netanhyahu. En época tan reciente como 2006, Ehud Olmert había ganado unas elecciones en Israel con una plataforma conciliadora, al prometer que prolongaría la retirada unilateral por parte de Ariel Sharon desde Gaza hasta la Ribera Occidental. En las elecciones de 2009, el partido Kadima, encabezado por su sucesora, Tzipi Livni, obtuvo un escaño más que el Likud, pero no pudo formar un gobierno de coalición. Netanyahu sí y a continuación ganó las elecciones de 2013. Ahora ha vuelto a vencer.
El giro a la derecha se debe a factores tanto estructurales como circunstanciales. Los partidos de derecha de Israel consiguen el apoyo de las comunidades ortodoxas y ultraortodoxas, los colonos de la Ribera Occidental y una gran parte de las comunidades sefardita y rusa. Cuando el centro izquierda ganó las elecciones en los dos últimos decenios, lo hizo por estar encabezado por un dirigente fuerte y orientado a la seguridad: Yitzhak Rabin, Ehud Barak, Sharon (después de su conversión) y el sucesor de Sharon, Olmert. Aunque Herzog y Livni, que constituyeron la Unión Sionista al fusionarse con el Partido Laborista de Herzog y el Partido Hatnuah de Livni, cuentan con varias cualidades atractivas, no se ajustan al prototipo preferido por el votante medio actual.
Esos elementos estructurales han resultado reforzados por la evolución de la situación en esa región, que ha intensificado la sensación entre los votantes israelíes de que están amenazados por numerosos enemigos: el Irán y sus ambiciones nucleares; Hezbolá y Hamás y sus misiles; el ascenso del ISIS en pleno fracaso del Estado en el Iraq, Siria y otros lugares. Sobre ese telón de fondo, es más fácil defender el status quo que propugnar una acomodación que entrañe concesiones territoriales.
La victoria de Netanyahu fue claramente un regreso personal impresionante. En las semanas inmediatamente anteriores a las elecciones, parecía que el público se había cansado de un Primer Ministro que llevaba el suficiente tiempo en el cargo para haberse dejado corromper por la arrogancia del poder y manchar por un montón de pequeños escándalos. Hizo una campaña que se basaba en su elocuencia y carisma, así como en tácticas alarmantes. Lo más importante es que giró marcadamente a la derecha y superó a sus rivales al respecto. Así, dos días antes de las elecciones, rescindió su aceptación oficial de 2009 de una solución con dos Estados y prometió que su gobierno nunca permitiría la creación de un Estado palestino.
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Netanyahu sabe lo peligroso que será ese rumbo en su país y en el extranjero, por lo que es probable que pida a Herzog que se una al gobierno como segundo socio al mando. Entonces Herzog afrontaría el mismo dilema que sus predecesores en 2009 y 2013.
Los argumentos a favor y en contra de entrar en el gobierno son muy conocidos. Hacerlo es lo más responsable, pues ofrece la oportunidad de moderar las políticas del Gobierno y reducir el peligro de un desastre y, al ocupar una cartera importante, un segundo socio al mando puede evitar la marginación y fortalecer su posición para las próximas elecciones.
Pero, como saben Livni y Barak, un segundo socio al mando acaba con más frecuencia sin poder influir de verdad en las cuestiones fundamentales y constituyendo un elemento puramente decorativo para el status quo. Además, Herzog y Livni no son libres para elegir por sí mismos. Algunos miembros del partido están deseosos de conseguir carteras ministeriales y los demás atributos de poder; pero muchos otros preferirían permanecer fuera y luchar.
Cuando Netanyahu viajó a Washington, D.C., para pronunciar su polémico discurso sobre el Irán ante el Congreso de los Estados Unidos, sus partidarios americanos lo calificaron de “churchilliano”, la solitaria y valerosa voz que advertía a un mundo complaciente sobre los peligros que representaba una fuerza del mal. Sólo podemos esperar que ahora Netanyahu sea churchilliano en un sentido más profundo, al aprovechar la posición que le ha brindado un mayor poder para adoptar las audaces decisiones necesarias a fin de sacar a su país de su apuro y su parálisis actuales.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.