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El argumento a favor de un impuesto punitivo al petróleo ruso

CAMBRIDGE – Mientras escribo, el ejército de Rusia ha ingresado en la capital de Ucrania, Kiev. Ahora resulta evidente que la amenaza de sanciones no disuadió al presidente ruso, Vladimir Putin, de lanzar su invasión. Pero llevar adelante la amenaza todavía puede cumplir otros dos objetivos: las sanciones pueden limitar la capacidad de Rusia de proyectar poder al debilitar su economía y pueden crear un precedente que podría influir en el comportamiento futuro de Putin frente a otros países como Georgia, Moldavia y los estados bálticos.

Una razón por la cual la amenaza de sanciones tal vez no haya impedido la guerra es que Rusia no las consideraba creíbles. Si imponer una sanción es costoso, la voluntad política de hacerlo puede ser débil o evaporarse con el tiempo. Por ejemplo, los consumidores occidentales ya están molestos con los altos costos de la energía. Un embargo al petróleo ruso reducirá la oferta energética global y hará subir aún más los precios, desatando potencialmente una reacción violenta contra la política.

Tal vez sea por eso que los países occidentales no la impusieron, y optaron en cambio por sanciones financieras que, hasta ahora, no han sido lo suficientemente disuasivas. Después de todo, posiblemente la sanción más importante a la fecha –la suspensión del gasoducto Nord Stream 2 que habría abastecido directamente a Alemania de gas natural ruso- incrementará la tensión, ya muy elevada, en el mercado de gas natural de Europa.

Las sanciones son más efectivas y creíbles si imponen costos importantes al país sancionado, pero implican costos bajos o inclusive beneficios para quienes las imponen. Claro que encontrar este tipo de sanciones es algo más fácil de decir que de hacer, como demuestra la suspensión del proyecto Nord Stream 2. ¿Qué instrumentos tiene entonces Occidente en su arsenal?

Uno que sorprendentemente ha recibido poca atención es un impuesto punitivo al petróleo y al gas rusos. A simple vista, imponer un impuesto sobre un bien debe hacer aumentar su precio, haciendo que la energía sea aún más costosa para los consumidores occidentales. Lógico, ¿no? ¡No!

El tema tiene que ver con algo llamado análisis de incidencia impositiva, que se enseña en los cursos de microeconomía básica. Un impuesto a un bien, como el petróleo ruso, afectará tanto la oferta como la demanda, cambiando el precio del bien. Cuánto cambia el precio, y quién asume el costo del impuesto, depende de cuán sensibles son la oferta y la demanda al impuesto, o lo que los economistas llaman elasticidad. Cuánto más elástica la demanda, más recaerá el costo del impuesto sobre el productor porque los consumidores tienen más opciones. Cuánto más inelástica la oferta, más recaerá el costo del impuesto –nuevamente- sobre el productor, porque éste tiene menos opciones.

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Afortunadamente, ésta es precisamente la situación que hoy enfrenta Occidente. La demanda de petróleo ruso es sumamente elástica, porque a los consumidores en realidad no les importa si el petróleo que usan viene de Rusia, del Golfo o de alguna otra parte. No quieren pagar más por el petróleo ruso si hay otro petróleo con propiedades similares. Por lo tanto, el precio del petróleo ruso después de impuestos lo define el precio de mercado de todos los otros petróleos.

Al mismo tiempo, la oferta de petróleo ruso es muy inelástica, lo que significa que grandes cambios en el precio al productor no generan cambios en la oferta. Aquí, las cifras son sorprendentes. Según las declaraciones financieras del grupo de energía ruso Rosneft para 2021, los costos operativos de la empresa son 2,70 dólares por barril. En el mismo sentido, Rystad Energy, una compañía de inteligencia comercial, estima el costo variable total de producción de petróleo ruso (excluidos impuestos y costos de capital) en 5,67 dólares por barril.

En otras palabras, aun si el precio del petróleo cayera a 6 dólares por barril (hoy está por encima de 100 dólares), a Rosneft le seguiría conviniendo no dejar de extraer: la oferta es verdaderamente inelástica en el corto plazo. Obviamente, en estas condiciones, no sería rentable invertir en mantener o expandir la capacidad de producción, y la producción de petróleo caería gradualmente –como siempre lo hace- debido al agotamiento y pérdida de presión del pozo. Pero esto llevará tiempo, y para ese momento, otros pueden invertir para quedarse con la participación de mercado de Rusia.

En otras palabras, dada la alta elasticidad de la demanda y la baja elasticidad de la oferta de corto plazo, un impuesto al petróleo ruso sería pagado esencialmente por Rusia. En lugar de resultarle costoso al mundo, imponer un impuesto de esta naturaleza en realidad sería rentable. Un impuesto global punitivo al petróleo ruso –a una tasa, por ejemplo, del 90% o 90 dólares por barril- podría transferir al mundo unos 300.000 millones de dólares por año del arsenal de guerra de Putin, o alrededor del 20% del PIB de 2021 de Rusia. Y sería infinitamente más conveniente que un embargo al petróleo ruso, que enriquecería a otros productores y empobrecería a los consumidores.

Esta lógica también se aplica al Nord Stream 2. Un impuesto equivalente al 90% del precio del gas natural de la Unión Europea, que actualmente ronda los 90 euros (101 dólares) por megavatio-hora, mantendría al gas ruso en el mercado pero expropiaría la renta.

Ahora bien, ¿cuán factible sería un impuesto mundial del 90% al petróleo ruso? En 2019, el 55% de las exportaciones de combustibles minerales de Rusia (incluyendo petróleo, gas natural y carbón) fueron a la UE, mientras que otro 13% fue a Japón, Corea del Sur, Singapur y Turquía. China recibió sólo el 18%. Si todos estos países excepto China acordaran gravar el petróleo ruso al 90%, Rusia intentaría venderle todo su petróleo a China. Pero esto colocaría a China en una posición de negociación fuerte. En este escenario, a China le convendría imponer el impuesto, porque ese tipo de instrumento extraería la renta que, de otra manera, tendría que pagarle a Rusia.

En resumen, un impuesto punitivo al petróleo ruso debilitaría significativamente a Rusia y beneficiaría a los países consumidores, tornándolo más creíble y sostenible que un embargo. La idea merece considerablemente más atención de la que ha recibido.

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