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La lenta y trágica muerte de los Acuerdos de Oslo

TEL AVIV – Los procesos de paz tienden a estar llenos de incertidumbres, especialmente cuando los conflictos se prolongan y las intenciones, la voluntad y la capacidad de cada bando de cumplir lo acordado permanecen en la penumbra. Las negociaciones a menudo se ven condenadas de antemano antes de llegarse a algún acuerdo debido a los importantes costes políticos asociados con hacer concesiones.

Esto es evidente en los recientemente desclasificados protocolos de la reunión del gabinete israelí de 1993 que aprobó el primer Acuerdo de Oslo con la Organización de Liberación de Palestina (OLP). Los registros revelan que las señales del fracaso final ya estaban ahí desde el comienzo.

En esos momentos, el Primer Ministro israelí Isaac Rabin esperaba que el Jefe de la OLP Yasser Arafat pudiera frenar el ascenso de Hamás y la Yihad Islámica y ayudar a apagar la Intifada que había estado asolando Cisjordania y Gaza desde 1987. Pero Arafat, receloso de ser percibido como un “colaborador”, se negó a convertirse en un subcontratista de seguridad de Israel. Simón Peres, el fatalista ministro de exteriores de Rabin, advirtió que “todo el asunto de la OLP” podría “derrumbarse”, dando paso a un “Hamás como el de Irán”. Mientras tanto, el Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas israelíes Ehud Barak hizo su famoso comentario de que el acuerdo tenía “más agujeros que un queso suizo”.

En todo caso, el acuerdo de 1993 representó un paso histórico, simbolizando el reconocimiento mutuo de los movimientos nacionales que habían estado luchando por el control del mismo territorio durante más de un siglo. También sirvió como acuerdo transitorio que estableció la autonomía palestina en Gaza y las partes de Cisjordania ocupadas por Israel desde 1967. Y proporcionó un mapa de ruta para abordar asuntos centrales del conflicto, como las fronteras, el estatus de Jerusalén y el drama de los refugiados que huyeron de sus hogares durante la guerra de 1948.

Por desgracia, a 30 años de su firma y 29 años después de que Rabin, Peres y Arafat recibieran el Premio Nobel de la Paz, se suele recordar el proceso de Oslo como un ejemplo perfecto de engaño diplomático. La creación de un estado palestino independiente se ha vuelto inviable por la apropiación de tierras y la expansión de los asentamientos por parte de Israel: entre 1993 y la actualidad, la cantidad de colonos israelíes ha crecido de 115.000 a cerca de 700.000. En la práctica, toda el área entre el Río Jordán y el Mediterráneo es un estado único que niega sistemáticamente derechos humanos fundamentales a palestinos segregados.

Jerusalén, cuyos vecinos del este habían visto alguna vez como capital de la futura Palestina, se ha extendido bajo el control israelí de 40 km2 en 1967 a los cerca de 130 km2 de hoy. En esta densamente poblada ciudad, judíos y árabes viven bajo sistemas legales separados. Si bien un estado palestino independiente sigue siendo la solución preferida entre los actores internacionales, parece cada vez más una quimera.

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Bien es cierto que los Acuerdos de Oslo no fueron fruto de la decisión de hacer realidad una visión política como de la desesperanza. Rabin dio el paso de estrechar manos con Arafat, anteriormente impensable, solo después de fracasar en su intento por llegar a un acuerdo de paz con el gobernante sirio Hafez al-Assad. Se había dado cuenta de que eran inaceptables los costes políticos de negociar dos procesos de paz al mismo tiempo.

Por su parte, Arafat estaba tan desesperado como sus contrapartes israelíes. El líder palestino calculó mal las implicancias geopolíticas del fin de la Guerra Fría. Su apoyo a la invasión de Kuwait por el dictador iraquí Saddam Hussein en 1990 alejó a sus adinerados mecenas del Golfo, lo que causó la bancarrota de la OLP y su aislamiento internacional. Fue un reflejo del colosal error de cálculo de Haj Amin al-Husseini, el Gran Muftí de Jerusalén que se puso de parte de la Alemania Nazi en la Segunda Guerra Mundial.

Además, la primera Intifada, la más intensa rebelión palestina desde la creación de la OLP, no fue iniciada ni estuvo liderada por esa organización. Arafat necesitaba desesperadamente reafirmar el control sobre el movimiento nacional palestino y estaba decidido a establecer su presencia en los territorios ocupados, costara lo que costara. Esta vulnerabilidad temporal explica por qué la OLP estuvo dispuesta a aceptar bases militares menores en Gaza y Cisjordania sin recibir seguridades de que los palestinos podrían ejercer su derecho a la autodeterminación. Lo acordado en Oslo ni siquiera incluía un compromiso israelí de detener la expansión de los asentamientos, mucho menos desmantelarlos.

Con esto como telón de fondo, durante los años posteriores a Oslo se produjo un círculo vicioso de terrorismo palestino y represalias israelíes. Los palestinos sufrieron castigos colectivos, un declive económico y la expansión de los asentamientos israelíes, tendencia que persistió incluso bajo Rabin. Cuando este fue asesinado en noviembre de 1995 por un extremista judío que lo veía como un traidor por “vender la Tierra de Israel” (Eretz-Israel), ya estaba debilitado políticamente por una serie de devastadores bombazos suicidas.

El proceso de Oslo sembró las semillas de su propia ruina al afirmar una “ambigüedad constructiva” acerca de la naturaleza del arreglo definitivo entre los israelíes y los palestinos. Los acuerdos eran complicados, llenos de vacíos y reflejaban el desequilibrio de poder entre ocupantes y ocupados, y generaron expectativas destinadas a chocar con las narrativas nacionales en conflicto y consideraciones políticas locales.

Para cuando comenzaron las negociaciones sobre un acuerdo de paz final, ninguna propuesta de paz de Israel -ni siquiera las muy completas planteadas por los Primeros Ministros Ehud Barak y Ehud Olmert en 2000 y 2008, respectivamente- pudieron satisfacer las poco realistas expectativas palestinas. Más todavía, al empujar los límites de la capacidad de acuerdo de los israelíes, esas propuestas y su rechazo subsiguiente fijaron el escenario para el ascenso de la ultraderecha anexionista de Israel, de la cual la actual coalición protofascista del Primer Ministro Benjamín Netanyahu es un claro ejemplo.

Los Acuerdos de Abraham de 2020, que normalizaron las relaciones diplomáticas entre Israel y cuatro países árabes – los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán- son un testamento del fracaso de los de Oslo. Se solía decir en la era de Oslo que la paz con los palestinos sería el primer paso hacia la paz con el resto del mundo árabe. Sin embargo, a fin de cuentas prevalecieron las consideraciones geopolíticas, e Israel y Arabia Saudí parecen estar acercándose a la normalización diplomática. Mientras tanto, a medida que el conflicto entre árabes e israelíes parece cada vez más una reliquia del pasado, Palestina sigue ocupada.

Como el principal arquitecto de los Acuerdos de Abraham, Estados Unidos debe aprovechar esta realineación regional para mitigar el maltrato a los palestinos. Cualquier normalización entre Israel y Arabia Saudí debería estar condicionada a avances significativos en el frente palestino. Si se llegara a un acuerdo que no disolviera la coalición de mesiánicos y fanáticos promotores de los asentamientos, sería meramente un ajuste cosmético orquestado por un astuto táctico político.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

https://prosyn.org/8AnFIbtes