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Afrontar el legado político tóxico de la pandemia

PRINCETON – No solo Donald Trump ha regresado a la Casa Blanca, sino que la extrema derecha está a punto de ocupar la cancillería austríaca por primera vez en la historia de posguerra del país, y Alemania se precipita hacia unas elecciones tensas el mes que viene, tras el colapso de su gobierno de coalición “semáforo”. ¿Cada uno de estos países es infeliz a su manera (para parafrasear a Tolstoi) o existe un denominador común en su infelicidad?

Aunque muchos analistas se han decantado por la idea de un sesgo generalizado en contra de los políticos en el poder en los resultados electorales recientes, esto no nos dice por qué los votantes se han pronunciado de esa manera. Una explicación, por supuesto, es la inflación. Pero otra causa, en gran medida subestimada, son las secuelas de la pandemia, que dejaron a muchas comunidades no solo con una sensación persistente de pérdida, sino también con conflictos sin resolver y una desconfianza arraigada.

En Austria, la extrema derecha se ha beneficiado masivamente del descontento por cómo se manejó la pandemia. En Italia, el 40% de los que votaron a Fratelli d'Italia (Hermanos de Italia) de la primera ministra, Giorgia Meloni, en las últimas elecciones pensaba que las decisiones del gobierno anterior sobre las vacunas equivalían a “una restricción antidemocrática de la libertad de los ciudadanos”. Y Trump, en su segundo discurso de investidura, generó fuertes vítores de su público cuando mencionó que reincorporaría a los soldados que habían sido licenciados por desobedecer los mandatos de vacunación.

El resentimiento libertario por las restricciones y mandatos del pasado es una cosa; una desconfianza permanente en los científicos es otra muy distinta. Esta última está destinada a afectar no solo a la salud pública, sino también a las políticas climáticas y otras áreas altamente politizadas de la ciencia. El expresidente estadounidense Joe Biden tenía tanto miedo de que los científicos fueran perseguidos por los Trumpistas entrantes -con sus diversas “listas de enemigos”- que indultó preventivamente al director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, Anthony Fauci, durante la época de la pandemia, en las últimas horas de su presidencia. (Aun así, Trump trató de complacer a su base retirando el dispositivo de seguridad federal de Fauci, a pesar de que ha recibido amenazas de muerte con regularidad).

El candidato de Trump para dirigir el Instituto Nacional de Salud, Jay Bhattacharya, es más conocido por minimizar el costo de la pandemia y argumentar que se debe permitir que el virus se propague ampliamente con el fin de crear inmunidad de rebaño. También se ha mostrado dispuesto a vincular la financiación de la ciencia con el nivel de libertad académica en las universidades, aunque no está claro cómo realizaría tales evaluaciones. El otoño pasado, aceptó hablar en una “cena benéfica” organizada por el Instituto Heartland, un centro neurálgico del negacionismo climático. Entre los oradores también estaba Nigel Farage, político de derecha y defensor del Brexit, y el político austríaco pro-ruso de extrema derecha Harald Vilimsky.

No hay nada malo en ser cauteloso con los descubrimientos científicos. Como han defendido Karl Popper y muchos otros filósofos de la ciencia, los científicos deben estar abiertos a que se falsifiquen sus hipótesis; deben acoger con agrado los cuestionamientos y las revisiones. El problema es que muy pocos de nosotros estamos en condiciones de evaluar el debate científico, y mucho menos de cuestionar el consenso imperante (aunque hayamos “investigado por cuenta propia”). Sin embargo, en el ecosistema de información actual, hoy es más fácil que nunca descartar hechos inconvenientes haciendo vagas referencias a lo que supuestamente salió mal durante la pandemia, o sacando a relucir teorías conspirativas sobre encubrimientos y científicos con poderes ilegítimos para gobernar.

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Es cierto que muchas de las disputas sobre la pandemia no hacen más que coincidir con las divisiones políticas existentes. Pero esto no era inevitable. Más bien es el resultado de que algunos políticos traten el virus como un frente más en la guerra cultural. Incluso dentro de la extrema derecha, las trayectorias políticas variaron. Mientras que Trump y el expresidente brasileño Jair Bolsonaro promovieron políticas libertarias y curas de curandero (como inyectarse lejía), Viktor Orbán siguió un enfoque relativamente restrictivo.

¿Qué se puede hacer? Una opción es crear comisiones independientes que elaboren un registro histórico adecuado de cómo se gestionó la pandemia. ¿Quién tomó qué decisiones y por qué? ¿A cuánta incertidumbre se enfrentaban y cómo evaluaron los riesgos y las compensaciones?

En teoría, esta idea ya cuenta con el apoyo de muchos sectores políticos. Nada menos que Peter Thiel, el capitalista de riesgo y financista de causas de extrema derecha, pidió recientemente una iniciativa de investigación inspirada en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, tras el apartheid (en el que se crio durante un tiempo).

Por supuesto, existe el peligro de que tales comisiones se perciban inmediatamente como partidistas, especialmente a los ojos de quienes ya desconfían de los científicos. Este fue sin duda el caso del Subcomité Selecto de la Cámara de Representantes sobre la Pandemia del Coronavirus, cuyo informe final obtuvo escasa atención nacional. Un posible remedio es una asamblea ciudadana compuesta por una selección aleatoria de adultos (como un jurado de primera instancia). El canciller alemán saliente, Olaf Scholz -que ha admitido que el cierre de escuelas durante la pandemia probablemente fue demasiado lejos- recientemente acogió con satisfacción este enfoque.

Los críticos replicarán que, dado que los “ciudadanos de a pie” deben escuchar primero a los expertos, la selección del testimonio de los expertos seguirá siendo una fuente de controversia para los escépticos de las vacunas o las personas con un interés político. Pero el mero hecho de permitir que se den a conocer públicamente las distintas evaluaciones (aunque no las teorías conspirativas) podría tener un efecto catártico. Aunque el informe final de una asamblea ciudadana podría no ser aceptado por todos, al menos establecería un registro oficial. Casi todas las comisiones que se ocuparon de dictaduras pasadas en Europa Central, América Latina y otros lugares suscitaron críticas, pero pocos países se arrepienten de haberlas creado.

A esta altura, cualquier esfuerzo por mitigar el legado político tóxico de la pandemia es bienvenido.

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