sachs335_Joe RaedleGetty Images_flags capitol Joe Raedle/Getty Images

Liberación

NUEVA YORK – Mientras celebramos el habernos liberado del desgobierno de Donald Trump, no debemos olvidar que su presidencia encarnó la política lisa y llana del supremacismo blanco estadounidense. En sus expresiones, Trump se mostró como un gobernador segregacionista sureño de los años sesenta, y tras perder la elección de 2020, como un senador secesionista en vísperas de la Guerra Civil. Para que la victoria sobre la política destructiva de Trump se sostenga, hay que superar el racismo que lo llevó al poder. Es el desafío urgente al que se enfrentan no sólo Estados Unidos sino también muchas sociedades multiétnicas en todo el mundo.

Trump le vendió a un subconjunto de los votantes estadounidenses (blancos, mayores, menos educados, suroccidentales, habitantes de las periferias urbanas y del campo, cristianos evangélicos) la idea de que podían recuperar el pasado racista de Estados Unidos. Ese grupo de votantes (algo así como el 20 o 25% de los estadounidenses adultos) fue la principal base de apoyo de Trump en la elección de 2016, y le bastó para adueñarse del Partido Republicano y luego conseguir una apretada victoria en el Colegio Electoral (tras perder el voto popular por tres millones).

Victoria que también fue posible gracias a otras peculiaridades de la política estadounidense. Si en Estados Unidos votara una proporción alta de la población (como en países donde la inscripción en el padrón es automática y se alienta a votar o es obligatorio), Trump no hubiera tenido ninguna posibilidad de ganar en 2016. Pero persisten en la política estadounidense viejas barreras contra el voto de afroamericanos, pobres y jóvenes, cuyo propósito es mantener la supremacía política y económica de sectores blancos adinerados (en resumen: su propósito es permitir la elección de tipos como Trump).

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